Eugenio Montale*
Por Hugo Gallo
Arte y literatura tuvieron siempre en Italia una
caracterización dúplice, un movimiento de inspiración y expiración, con una
fase intermedia de quietud. Ya antes de que Italia existiese como tal, siendo
provincia romana, los primeros efectos del movimiento centrípeto fueron los
mismos orígenes de la literatura latina, influenciada por los griegos. Un
milenio después, la Galia latinizada restituye a Italia una gran corriente de
inspiración y de método artístico, a través de la literatura provenzal. Dante y
Petrarca toman de Provenza cuanto Virgilio y Horacio habían tomado de Grecia.
Es un fenómeno típico que ilumina todo el conocimiento crítico de los períodos
literarios en Italia. Cada siglo italiano sigue el vaivén de las olas de esta
especie de mareas, creadoras e imitadoras. El renacimiento fue época de
creación espontánea y directa e Italia se halló otra vez en posesión de fuerzas
llenas de originalidad. Ariosto tiene, en su campo, la grandeza de un Rafael de
Urbino, y Maquiavelo la de un Miguel Ángel. Después, mientras España, Francia e
Inglaterra, y con aporte italiano, llegan a la cumbre de los siglos de oro,
Italia duerme, en su período de quietud. En el siglo XIX vuelve, ella, a crear
en una línea de absoluta originalidad y grandeza, con Foscolo, Leopardi y
Manzoni; y entonces, con la plenitud de su expansión, tiende también al Risorgimento
político. Con Carducci, Pascoli y D´Annunzio asistimos a otro movimiento
centrípeto; fuerzas ajenas, de Francia, Alemania, Inglaterra y Rusia llevan a
Italia muchos elementos que le faltaban. Pirandello con su cerebralismo
empieza, por su parte, un conato de expansión; pero los últimos acontecimientos
mundiales atormentan y mortifican la poesía. Ahora, después de la guerra,
Italia asiste a un verdadero afán de conocer a América, Norte y Sur. La
literatura hispánica y latinoamericana, después de la gran moda de los
escritores norteños, empieza a hacerse popular; los editores traducen; los
críticos estudian. El círculo está completo. Italia ha mirado hacia todas
partes; ahora tiene que escudriñar, como decía De Sanctis, en su propio pecho y
engendrar sus nuevas creaciones.
El último movimiento poético es el llamado hermetismo.
La poesía hermética ya existía, en parte, en el mismo Leopardi; y en Pascoli.
Leopardi reveló su tendencia hacia un discurso desnudo y compacto, esencial.
Pascoli profundiza, con aguda y refinada sensibilidad, el afán de expresar lo
inexpresable; pero los corifeos y los modelos del nuevo Parnaso hermético son
Mallarmé, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Valéry, Cocteau. No es poesía escueta
y espontánea. Después del más afamado, Ungaretti, el resultado más alto, según
la crítica, es Eugenio Montale, genovés.
La primera impresión que nos deja este autor es el
dominio de la técnica; una técnica huesuda, pétrea; tendencia a un discurso lo
más áspero posible, con adhesión absoluta de las cláusulas rítmicas y métricas
a la lógica de la expresión. Ungaretti no usa endecasílabos; Montale restituye
la magia de este verso predominante en la literatura italiana, a la poesía
hermética. La forma clásica de la prosa de Emilio Cecchi corresponde a la
intención de crear poesía esencial en el poeta genovés. Al examinar atenta y
desapasionadamente sus cadencias, se notan semejanzas con ciertas músicas
verbales de Pascoli. En cambio, no se puede imaginar nada de más distinto que
la imaginación de un Pascoli: Montale tiene afinidades con el triestino Umberto
Saba. La crítica así se ha expresado para darnos un juicio sintético sobre
Montale: poesía del sentido mineral de la vida.
Es la poesía de Liguria, de un viento seco y rudo, de
un litoral esparcido de piedras duras, de rocas solitarias, de brillantes
crepúsculos de invierno, de flores que defienden su frágil vida entre guijarros
y ráfagas, amables, pero no apacibles. El carácter tieso y soñador, realista y
amargo, soberbio y tímido a la vez, de la vegetación de las Rivieras, pero
vírgenes, sin que su médula aborigen haya sido malograda por los peinados
jardines de hoteles para extranjeros ricos y distraídos, vive en los versos de
Montale. A su alrededor se ha formado, sin influencia personal de él, sino por
afinidad esencial, una pequeña pléyade de poetas de Liguria, de los cuales
hablaremos en notas sucesivas a ésta; y cada uno de ellos ha realizado la exteriorización
de una parte del alma viva de la región, como pintores que se dedican a un
paisaje inmenso, siempre nuevo para los ojos de la fantasía y los sueños
recónditos del alma. La gran fuerza ideal, la fe de Colón, la pasión apostólica
de Mazzini, el alma llena de saudade de los pueblos marineros o que
viven cerca del mar, de un mar vivo y palpitante, lleno de historia y
naturaleza, todo esto encontraremos en estos poetas; Grande, Capazzo y también
el autor de estas líneas. Poetas del cielo de Liguria, de los árboles y de las
piedras, de las olas y de la sal. Poetas parientes de un sentido mediterráneo
como los “levantinos” de España, como Valéry 8hijo de madre genovesa)
insuperable autor de Cimetiére marin. Liguria todavía no había dado a
Italia poetas de resonancia nacional y de valor absoluto. Sus poetas se habían
llamado con otros nombres: almirantes, marinos, apóstoles. El hecho es muy
significativo: el Risorgimento fue, sobre todo, una creación de Piamonte
y Liguria, las regiones que, durante el Renacimiento, habían dormido un largo
sueño.
Se despertaron en el siglo XIX y en el siglo XX:
Liguria (Piamonte ya había dado a Alfieri y a otros menores) ofrece, en un
momento “árido” de la vida espiritual de Italia, empujada por su gran mar
cosmopolita, una florescencia poética de singular originalidad. Del otro lado
del mar, antes de ella, Verdaguer y Guimerá, Balaguer y Maragall y Carner,
hermanos de sangre y espíritu mediterráneo, habían resucitado la gran poesía de
los Ventadorn y de los Bornehl. Montale tiene, pues, la actitud, en la
literatura italiana, de no mirar a nadie, de expresar rudamente, duramente,
profundamente a sí mismo. Y su sentido de la vida es mineral, ya lo hemos
dicho, pétreo. Y su técnica es clásica, en busca de una esencialidad que goza
de la línea y no del color, arquitectónica y musical.
Este es el tono y el ambiente poético de Montale. Sus
dos libros de líricas, Ossi di seppia y Le occasioni,
respectivamente con fecha 1920-1927 el primero y el segundo 1928-1939,
alcanzaron múltiples ediciones; el autor sigue publicando poesías en las
mejores revistas literarias italianas, logrando obtener fama europea. Su tema
esencial, ya hemos dicho, es Liguria y su angosta faja costanera, entre árboles
estatuarios y una montaña desnuda; viento, luz, mediodía, piedras; muchos niños
que están jugando; él mismo, con quie n habla el poeta absorbido y aislado de
todo lo demás; no hay personas ni espectáculos; el “fugitivo instante” de
Goethe está realizado por Montale. La suya es la exasperación del lirismo. Él
no ve sino a sí mismo en la gran luz; habla consigo mismo, con el mar, el
viento, los árboles y las piedras. No hay amor de mujeres, emociones; poesía de
reflejos, toda íntima; íntima de las intimidades más secretas del alma y del yo
profundo. Nadie piense en encontrar, mágicamente sonora y empapada de colores
cristalinos, a la Liguria tradicional; la que él describe es su Liguria,
desnuda y solitaria, cerrada a otras visiones que no sean las de él.
Montale se repite y se renueva siempre, a cada verso,
en cada poesía. Sus últimas creaciones empiezan a encontrar, unido a Liguria,
el motivo de la muerte, hacia la cual su actitud es de viril espera, casi
leopardiana. El sentido trágico y cómico de la vida, y su esfuerzo de
renovación sin el apoyo de temas distintos de los acostumbrados, me hacen
pensar en el prodigioso ingenio de otro genovés, Paganini, que toca el violín
con una sola cuerda. Tal vez sea esta la genialidad más típicamente ligur; la
de tender el arco de la voluntad y del pensamiento en una sola dirección, como
el marinero que no muda rumbo a su navegación; y es algo parecido a la muy
tendida psicología de los vascos; Loyola y Unamuno, por ejemplo. Repetición
constante del mismo esfuerzo, siempre el mismo, hacia una meta radiante: el
conocimiento acabado, atormentado de sí mismo.
La metafísica de Montale no conmueve o fascina: sorprende. Raras veces
un poeta se ha puesto delante del problema máximo, el problema de la muerte,
con una actitud tan sencilla y humana, y, al mismo tiempo, tan profundamente
lírica y trágica. La maravillosa perfección de ciertos versos agudiza el
sentido arquitectónico de toda su creación estética y ética: “Como quella
chiestra di rupi / che sembra sfilaccicarsi / in ragnatele di nubi / tali i
nostri animi arsi // in cui l´illusione brucia / un fuico pieno di cenere / si
perdono nel sereno / di una certeza: la luce” (“Como aquel claustro de rocas /
que parece deshilarse en telarañas de nubes: / así nuestras áridas almas / en
que la ilusión quema / un fuego lleno de cenizas / se pierden en el sereno / de
una certeza: la luz”). Hay algo aquí del verso valéryano: “Midi le juste y
compose de feux”. Otra imagen que nos atestigua deseo de eternidad: “Sotto l'azzurro fitto / del cielo qualche uccello di mare se ne va:
/ né sosta mai: perché tutte le immagini portano scritto: / ‘piu in la’” (“Bajo el azul tupido / del cielo algunas
aves marinas se alejan; / y nunca se detienen; porque toda imagen lleva
grabado: / un ‘más allá’”). En la estrofa que sigue, el poeta alcanza la sutil,
casi geométrica fuerza evocadora de la alegoría: “Ah crisalide, comié amara
questa / tortura senza nome che ci volve / e ci porta lentani, e poi nen
restano / neppure le nostre orme sulla polvere; / e noi andremo innanzi senza
smuovere / un sasso solo della gran muraglia; / e forse tutto é fisso, tutto é
scritto, / e non vedremo sorgere per via / la libertá, il miracolo, / il fatto
che non era necesario!”. La “gran muraglia”, la gran pared, y el milagro de la
libertad pertenecen a una imaginación tendida hacia los valores eternos.
Alma
desterrada de su patria cósmica, el poeta sabe que “forse solo chi vuoles
s´infinitta” (“tal vez solo quien quiere se hace infinito”), pero duda que
todos los hombres alcancen tal infinito fin de existir para siempre: “Penso che
per i piú non sia salvezza, / ma taluno sovverta ogni disegno, / passi il
barco, qual volle si ritrovi”. Eso de hallarse como uno ha querido ser nos
recuerda los altos epifonemas de Parménides y de Heráclito, desnuda y pura
verdad teorética que ha logrado destilarse en clarísima música verbal. El
hombre, solo con su “yo” esencial, está asaltado por el miedo de que también el
“yo” tenga que renunciar a la lucha, cuando “ai morti é tolto qui riposo /
nelle zolle: una forza indi li tragge / spietata piú del vivere…”. He aquí el
valor supremo de la poesía de Montale: haber dado expresión a impresiones tan
profundas y oscuras; haber condensado la duda del alma moderna, su afán de
certidumbre en una estoica aceptación de nuestros límites físicos. Y su estilo
cristalino de diamante y sílice, su tono viril, cerrado, íntimo, constituyen un
resultado absolutamente notable.
Génova, abril de 1946
* Histonium. Año VIII, núm. 85. Buenos Aires,
junio de 1946, pp. 336-337.
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