jueves, 27 de junio de 2024

Eugenio Montale

                                                

Eugenio Montale*

 

Por Hugo Gallo

 

Arte y literatura tuvieron siempre en Italia una caracterización dúplice, un movimiento de inspiración y expiración, con una fase intermedia de quietud. Ya antes de que Italia existiese como tal, siendo provincia romana, los primeros efectos del movimiento centrípeto fueron los mismos orígenes de la literatura latina, influenciada por los griegos. Un milenio después, la Galia latinizada restituye a Italia una gran corriente de inspiración y de método artístico, a través de la literatura provenzal. Dante y Petrarca toman de Provenza cuanto Virgilio y Horacio habían tomado de Grecia. Es un fenómeno típico que ilumina todo el conocimiento crítico de los períodos literarios en Italia. Cada siglo italiano sigue el vaivén de las olas de esta especie de mareas, creadoras e imitadoras. El renacimiento fue época de creación espontánea y directa e Italia se halló otra vez en posesión de fuerzas llenas de originalidad. Ariosto tiene, en su campo, la grandeza de un Rafael de Urbino, y Maquiavelo la de un Miguel Ángel. Después, mientras España, Francia e Inglaterra, y con aporte italiano, llegan a la cumbre de los siglos de oro, Italia duerme, en su período de quietud. En el siglo XIX vuelve, ella, a crear en una línea de absoluta originalidad y grandeza, con Foscolo, Leopardi y Manzoni; y entonces, con la plenitud de su expansión, tiende también al Risorgimento político. Con Carducci, Pascoli y D´Annunzio asistimos a otro movimiento centrípeto; fuerzas ajenas, de Francia, Alemania, Inglaterra y Rusia llevan a Italia muchos elementos que le faltaban. Pirandello con su cerebralismo empieza, por su parte, un conato de expansión; pero los últimos acontecimientos mundiales atormentan y mortifican la poesía. Ahora, después de la guerra, Italia asiste a un verdadero afán de conocer a América, Norte y Sur. La literatura hispánica y latinoamericana, después de la gran moda de los escritores norteños, empieza a hacerse popular; los editores traducen; los críticos estudian. El círculo está completo. Italia ha mirado hacia todas partes; ahora tiene que escudriñar, como decía De Sanctis, en su propio pecho y engendrar sus nuevas creaciones.

El último movimiento poético es el llamado hermetismo. La poesía hermética ya existía, en parte, en el mismo Leopardi; y en Pascoli. Leopardi reveló su tendencia hacia un discurso desnudo y compacto, esencial. Pascoli profundiza, con aguda y refinada sensibilidad, el afán de expresar lo inexpresable; pero los corifeos y los modelos del nuevo Parnaso hermético son Mallarmé, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Valéry, Cocteau. No es poesía escueta y espontánea. Después del más afamado, Ungaretti, el resultado más alto, según la crítica, es Eugenio Montale, genovés.

La primera impresión que nos deja este autor es el dominio de la técnica; una técnica huesuda, pétrea; tendencia a un discurso lo más áspero posible, con adhesión absoluta de las cláusulas rítmicas y métricas a la lógica de la expresión. Ungaretti no usa endecasílabos; Montale restituye la magia de este verso predominante en la literatura italiana, a la poesía hermética. La forma clásica de la prosa de Emilio Cecchi corresponde a la intención de crear poesía esencial en el poeta genovés. Al examinar atenta y desapasionadamente sus cadencias, se notan semejanzas con ciertas músicas verbales de Pascoli. En cambio, no se puede imaginar nada de más distinto que la imaginación de un Pascoli: Montale tiene afinidades con el triestino Umberto Saba. La crítica así se ha expresado para darnos un juicio sintético sobre Montale: poesía del sentido mineral de la vida.

Es la poesía de Liguria, de un viento seco y rudo, de un litoral esparcido de piedras duras, de rocas solitarias, de brillantes crepúsculos de invierno, de flores que defienden su frágil vida entre guijarros y ráfagas, amables, pero no apacibles. El carácter tieso y soñador, realista y amargo, soberbio y tímido a la vez, de la vegetación de las Rivieras, pero vírgenes, sin que su médula aborigen haya sido malograda por los peinados jardines de hoteles para extranjeros ricos y distraídos, vive en los versos de Montale. A su alrededor se ha formado, sin influencia personal de él, sino por afinidad esencial, una pequeña pléyade de poetas de Liguria, de los cuales hablaremos en notas sucesivas a ésta; y cada uno de ellos ha realizado la exteriorización de una parte del alma viva de la región, como pintores que se dedican a un paisaje inmenso, siempre nuevo para los ojos de la fantasía y los sueños recónditos del alma. La gran fuerza ideal, la fe de Colón, la pasión apostólica de Mazzini, el alma llena de saudade de los pueblos marineros o que viven cerca del mar, de un mar vivo y palpitante, lleno de historia y naturaleza, todo esto encontraremos en estos poetas; Grande, Capazzo y también el autor de estas líneas. Poetas del cielo de Liguria, de los árboles y de las piedras, de las olas y de la sal. Poetas parientes de un sentido mediterráneo como los “levantinos” de España, como Valéry 8hijo de madre genovesa) insuperable autor de Cimetiére marin. Liguria todavía no había dado a Italia poetas de resonancia nacional y de valor absoluto. Sus poetas se habían llamado con otros nombres: almirantes, marinos, apóstoles. El hecho es muy significativo: el Risorgimento fue, sobre todo, una creación de Piamonte y Liguria, las regiones que, durante el Renacimiento, habían dormido un largo sueño.

Se despertaron en el siglo XIX y en el siglo XX: Liguria (Piamonte ya había dado a Alfieri y a otros menores) ofrece, en un momento “árido” de la vida espiritual de Italia, empujada por su gran mar cosmopolita, una florescencia poética de singular originalidad. Del otro lado del mar, antes de ella, Verdaguer y Guimerá, Balaguer y Maragall y Carner, hermanos de sangre y espíritu mediterráneo, habían resucitado la gran poesía de los Ventadorn y de los Bornehl. Montale tiene, pues, la actitud, en la literatura italiana, de no mirar a nadie, de expresar rudamente, duramente, profundamente a sí mismo. Y su sentido de la vida es mineral, ya lo hemos dicho, pétreo. Y su técnica es clásica, en busca de una esencialidad que goza de la línea y no del color, arquitectónica y musical.

Este es el tono y el ambiente poético de Montale. Sus dos libros de líricas, Ossi di seppia y Le occasioni, respectivamente con fecha 1920-1927 el primero y el segundo 1928-1939, alcanzaron múltiples ediciones; el autor sigue publicando poesías en las mejores revistas literarias italianas, logrando obtener fama europea. Su tema esencial, ya hemos dicho, es Liguria y su angosta faja costanera, entre árboles estatuarios y una montaña desnuda; viento, luz, mediodía, piedras; muchos niños que están jugando; él mismo, con quie n habla el poeta absorbido y aislado de todo lo demás; no hay personas ni espectáculos; el “fugitivo instante” de Goethe está realizado por Montale. La suya es la exasperación del lirismo. Él no ve sino a sí mismo en la gran luz; habla consigo mismo, con el mar, el viento, los árboles y las piedras. No hay amor de mujeres, emociones; poesía de reflejos, toda íntima; íntima de las intimidades más secretas del alma y del yo profundo. Nadie piense en encontrar, mágicamente sonora y empapada de colores cristalinos, a la Liguria tradicional; la que él describe es su Liguria, desnuda y solitaria, cerrada a otras visiones que no sean las de él.

Montale se repite y se renueva siempre, a cada verso, en cada poesía. Sus últimas creaciones empiezan a encontrar, unido a Liguria, el motivo de la muerte, hacia la cual su actitud es de viril espera, casi leopardiana. El sentido trágico y cómico de la vida, y su esfuerzo de renovación sin el apoyo de temas distintos de los acostumbrados, me hacen pensar en el prodigioso ingenio de otro genovés, Paganini, que toca el violín con una sola cuerda. Tal vez sea esta la genialidad más típicamente ligur; la de tender el arco de la voluntad y del pensamiento en una sola dirección, como el marinero que no muda rumbo a su navegación; y es algo parecido a la muy tendida psicología de los vascos; Loyola y Unamuno, por ejemplo. Repetición constante del mismo esfuerzo, siempre el mismo, hacia una meta radiante: el conocimiento acabado, atormentado de sí mismo.

La metafísica de Montale no conmueve o fascina: sorprende. Raras veces un poeta se ha puesto delante del problema máximo, el problema de la muerte, con una actitud tan sencilla y humana, y, al mismo tiempo, tan profundamente lírica y trágica. La maravillosa perfección de ciertos versos agudiza el sentido arquitectónico de toda su creación estética y ética: “Como quella chiestra di rupi / che sembra sfilaccicarsi / in ragnatele di nubi / tali i nostri animi arsi // in cui l´illusione brucia / un fuico pieno di cenere / si perdono nel sereno / di una certeza: la luce” (“Como aquel claustro de rocas / que parece deshilarse en telarañas de nubes: / así nuestras áridas almas / en que la ilusión quema / un fuego lleno de cenizas / se pierden en el sereno / de una certeza: la luz”). Hay algo aquí del verso valéryano: “Midi le juste y compose de feux”. Otra imagen que nos atestigua deseo de eternidad: “Sotto l'azzurro fitto / del cielo qualche uccello di mare se ne va: / né sosta mai: perché tutte le immagini portano scritto: / ‘piu in la’” (“Bajo el azul tupido / del cielo algunas aves marinas se alejan; / y nunca se detienen; porque toda imagen lleva grabado: / un ‘más allá’”). En la estrofa que sigue, el poeta alcanza la sutil, casi geométrica fuerza evocadora de la alegoría: “Ah crisalide, comié amara questa / tortura senza nome che ci volve / e ci porta lentani, e poi nen restano / neppure le nostre orme sulla polvere; / e noi andremo innanzi senza smuovere / un sasso solo della gran muraglia; / e forse tutto é fisso, tutto é scritto, / e non vedremo sorgere per via / la libertá, il miracolo, / il fatto che non era necesario!”. La “gran muraglia”, la gran pared, y el milagro de la libertad pertenecen a una imaginación tendida hacia los valores eternos.

 

Alma desterrada de su patria cósmica, el poeta sabe que “forse solo chi vuoles s´infinitta” (“tal vez solo quien quiere se hace infinito”), pero duda que todos los hombres alcancen tal infinito fin de existir para siempre: “Penso che per i piú non sia salvezza, / ma taluno sovverta ogni disegno, / passi il barco, qual volle si ritrovi”. Eso de hallarse como uno ha querido ser nos recuerda los altos epifonemas de Parménides y de Heráclito, desnuda y pura verdad teorética que ha logrado destilarse en clarísima música verbal. El hombre, solo con su “yo” esencial, está asaltado por el miedo de que también el “yo” tenga que renunciar a la lucha, cuando “ai morti é tolto qui riposo / nelle zolle: una forza indi li tragge / spietata piú del vivere…”. He aquí el valor supremo de la poesía de Montale: haber dado expresión a impresiones tan profundas y oscuras; haber condensado la duda del alma moderna, su afán de certidumbre en una estoica aceptación de nuestros límites físicos. Y su estilo cristalino de diamante y sílice, su tono viril, cerrado, íntimo, constituyen un resultado absolutamente notable.

 

Génova, abril de 1946

 

* Histonium. Año VIII, núm. 85. Buenos Aires, junio de 1946, pp. 336-337.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario