jueves, 28 de diciembre de 2023

Un poema ha de ser ...

 

Arte poética*


                                                     
Archibald MacLeish



Un poema ha de ser palpable y mudo
Como una fruta redonda.
Callado
Como al tacto las medallas antiguas.
Silencioso como piedra desgastada
De los bordes de la ventana donde el musgo crece.
Un poema ha de ser inefable
Como el vuelo de los pájaros.
Un poema ha de permanecer inmóvil en el tiempo
Como la luna en su ascenso.
Abandonando, como la luna abandona
Rama tras rama, los anochecidos árboles enmarañados.
Abandonando, como abandona la luna, cuando pasa el invierno,
Recuerdo tras recuerdo, el pensamiento.
Un poema ha de ser inmóvil en el tiempo
Como la luna en su ascenso.
Un poema ha de ser semejante
A lo incierto.
Para toda historia de lamentos
Un portal desierto, una hoja de arce.
Por amor
Las hierbas inclinándose y dos luces sobre el mar.
Un poema no ha de significar
Sino ser.


Traducción: Marisol Bello y Luis Alberto Castillo.

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* Publicado en Unión Libre. Revista de Literatura, núm. 1. Lima, diciembre de 1981, p. 31.  

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Poética de las dualidades


 Westphalen: una poética de las dualidades*


LUIS ALBERTO CASTILLO


Flame d‘eau guide-moi  jusqu’à la mer de feu” (Llama de agua, guíame hasta la mar de fuego). Este verso de André Breton sirve de epígrafe al segundo cuaderno de poemas que Emilio Adolfo Westphalen publica en el verano de 1935, con el título de Abolición de la muerte (Lima: Ediciones Perú Actual, 1935), uno de los más bellos e intensos de la poesía peruana.

Cinco son los poemas que conforman la primera parte de Abolición de la muerte. En ellos el poeta ‘pinta’ vastos paisajes oníricos en los cuales están los cuatro elementos de la naturaleza: Aire/Tierra/Agua/Fuego. Lo humano está representado a través de la niña que aparece –mencionada o aludida– en los cinco poemas, o a través de la constante alusión a las manos y los ojos.

Esos paisajes oníricos: desiertos, playas, bosques, océanos, firmamento, no están vacíos; en ellos se mueven seres u objetos tan disímiles como diversos en sus dimensiones: corales, aves, ninfas, lirios, pianos estrellas… relacionados entre sí por medio de asociaciones libres, a la manera superrealista.

Destaca, asimismo, la presencia de lo femenino, vinculado estrechamente con aspectos positivos: alegría, belleza, armonía, luz; plasmada desde el verso inicial del primer poema: “Sirgadora de las nubes arrastradas de tus cabellos”, y evidente en el verso final de la primera parte del libro: “La niña con su mano”.

Este último verso es también la mano que se nos tiende para llegar a la segunda parte del poemario, compuesta de cuatro textos, los que –en nuestro sentir– son los más intensos de toda la poesía westphaliana.

En el primer poema encontramos la presencia de un tú que alude a la persona amada: “Viniste a posarte sobre una hoja de mi cuerpo / Gota dulce y pesada como el sol sobre nuestras vidas / Trajiste olor de madera y ternura de tallo inclinándose / y alto velamen de mar recogiéndose en tu mirada”. La amada, como personificación del amor, se asemeja al sol que hace posible la vida, aboliendo la muerte, o el desamor.

El poema es, por tanto, un canto al amor realizado, al amor pleno (espacio interior) el cual se ve –asimismo– reflejado en el paisaje o entorno natural (espacio exterior). “Con el contento de decir he llegado / Que se ve en la primavera al poner sus primeras manos sobre las cosas / Y anudar la cabellera de las ciudades / Y dar vía libre a las aguas y canto libre a las bocas”.

En el segundo poema, el sujeto es la primera persona, que se dirige a una interlocutora que no es otra que el ser amado: “Te he seguido como nos persiguen los días / con la seguridad de irlos dejando en el camino / de algún día repartir sus ramas / Por una mañana soleada de poros abiertos”. La realización amorosa –plano de lo individual– se extenderá siempre al plano de lo universal: “Para que una nueva aurora encienda nuestros labios / y ya nada pueda negarse”. El amor es, entonces, el diálogo entre el Tú-Yo/Yo-Tú, es decir la dualidad del principio femenino y el principio masculino convirtiéndose en la unidad de lo humano.

Encontramos que Abolición… está estructurado sobre la base de varias oposiciones o dualidades, como la del mundo exterior/mundo interior, que se produce cuando en la primera parte del libro nos ubica en los paisajes oníricos o espacio exterior, frente al espacio de la segunda sección, en la cual prima lo afectivo, que constituye la realidad interior del ser humano.

Y por último, la dualidad que tiene que ver con el leitmotiv de este poemario. Se inicia en el tercer poema de la segunda parte: “He dejado descansar tristemente mi cabeza / En esta sombra que cae del ruido de tus pasos / Vuelta a la otra margen / Grandiosa como la noche para negarte”. Algunas líneas más abajo dirá: “He abandonado mi cuerpo”. ¿A qué contexto nos remiten estos versos? Reparemos en palabras como “tristemente”, “sombra”, “noche”, “abandonado mi cuerpo”, indicios que nos llevan a suponer que se trata del término opuesto al de la vida.

Poco después habrá de seducirnos la belleza de estos versos enigmáticos “Corza frágil teme la tierra / teme el ruido de tus pasos sobre mi pecho (…) / Ya tus ojos han de cerrarse sobre los míos / y tu dulzura brotarte como cuernos nuevos / Y tu bondad extenderse como la sombra que me rodea”… ¿Será la corza frágil la corporificación poética de la muerte? Esto nos lo hace pensar también los versos siguientes: “Porque llevas prisa y tiemblas como la noche / La otra margen acaso no he de alcanzar / ya que no tengo manos que se cojan / de lo que está acordado para el perecimiento / ni pies que pesen sobre tanto olvido / de huesos muertos y flores muertas”.

Al anteponer el tema de la muerte, el poeta no hace sino resaltar su opuesto: la vida, en el texto que cierra el libro. Poema de honda y trascendente significación, en él expresa la unidad de lo interior y lo exterior, en donde la correspondencia hombre-mundo, como la unidad mente-cuerpo componen un todo armónico: “Dejando correr la sangre como un río bueno / porque es la misma la que yo recibo y tú llevas / y las mismas florestas resuenan en nuestros gritos / y las mismas palomas reposan sobre nuestros ojos”.

Las dualidades femenino-masculino, exterior interior, hombre-naturaleza o espíritu-materia, muerte-vida, como las oposiciones aire-tierra y agua-fuego, no son sino manifestaciones de la totalidad que integra al hombre y al cosmos, aspiración que solo la poesía hace posible.

Con Abolición de la muerte culmina el momento más brillante de la obra poética de Westphalen, iniciado con Las ínsulas extrañas. Obra breve, por cierto, pero que le ha bastado para ser considerada entre las voces más altas de la poesía peruana.


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* Artículo publicado en Revista, suplemento cultural de El Peruano. Lima, 15 de mayo de 1995, p. 4.

jueves, 23 de noviembre de 2023

Arte, literatura y sociedad

 




LITERATURA Y SOCIEDAD*

 

Emilio Adolfo Westphalen

 

Tal vez nunca como ahora se ha aborrecido tanto de las facultades creadoras del hombre según se expresan en el arte y la poesía, se ha tratado por todos los medios de desprestigiar la labor del artista, de rebajarlo al puesto de funcionario de la propaganda política, de imponerle normas ajenas a su vocación, ya sean los dictados de la historia, las obligaciones que impone la actualidad o el deber de defender a una u otra clase social. En las sociedades totalitarias o de tendencias totalitarias que predominan actualmente (¿hasta qué extremo no habrá cundido el contagio, cuántas de nuestras instituciones o de nuestros usos llamados democráticos no están ya carcomidos por el mal?), se mira con desconfianza y hostilidad una actividad que por su esencia misma se opone a la menor regimentación, a cualquier especie de control desde fuera de ella misma; se sospecha de un acto que brota de las zonas más oscuras del ser y que expone a todos los ojos una imagen inquietante de las posibilidades humanas, de sus potencias ocultas y de su destino incierto.

¿Cómo explicar que desde la revolución industrial, o acaso desde antes, se haya tendido a temer toda manifestación libre y desinteresada del espíritu humano? ¿Por qué no habrá casi interés sino por la fabricación de mercaderías en serie y la multiplicación de su consumo? ¿Por qué no ha de importar sino la cantidad, la máquina, el robot, la cháchara embrutecedora de la publicidad y la propaganda? ¿Es posible que ahora lo ideal sea convertir a los hombres en autómatas y suprimir el sueño, la imaginación, el amor, la poesía, el éxtasis? ¿En las sociedades perfectas del racionalismo positivista que se trata de imponer, estará todo fijado de antemano, todas las acciones y todos los pensamientos preestablecidos, como se relata en numerosas utopías y novelas de anticipación? ¿Serán entonces sólo válidas la eficacia y la regularidad de la máquina? ¿Será el destino de la civilización industrial, donde la máquina estaba destinada a librar al hombre de ciertas servidumbres y trabas económicas y sociales, precisamente de convertir el hombre en máquina? ¿Será cierta la perspectiva horripilante que nos ofrece de un mundo exclusivo de autómatas?

Contra esa perspectiva solo es dable oponer el arte y su espíritu libre y desmedido. Sí, me hago una idea muy elevada del arte y la literatura, creo que no son un reflejo de la realidad social y económica de una época, tampoco una imitación de la naturaleza si como algunos suponen una secreción más del organismo humano. Considera la obra de arte más bien como un objeto ambiguo entre la realidad y lo imaginario, tan satisfactorio y decepcionante como puede ser el hombre mismo, el único objeto, desde luego, que expresa esa circunstancia humana de sentirse el hombre un ente prisionero, pequeño, nulo, pero que en la exaltación, en el olvido de sí mismo, en el delirio, logra a veces sobrepasar esos límites. Por la obra de arte, (¿acaso exclusivamente por ella?) el hombre se conoce y reconoce, en ella adquiere conciencia de lo que le ata o destruye y también vislumbra la vía de escape de la liberación. En la negrura de lo cotidiano, la canción, el poema, la danza, la obra plástica se abren con el fulgor de soles íntimos y en la sorpresa y el choque se rehace nuestro ser y adquirimos una conciencia más amplia de nosotros mismos y del mundo.

               En una definición del hombre no cabe prescindir de su actividad estética, aún más, quizás sea según esa actividad que puede definírsele con más cercanía de acierto, con la seguridad de dar en la proximidad del blanco. Una comunidad no será armónica, feliz, si sus miembros no están en libertad de seguir sus inclinaciones artísticas. Esto no es quimérico; todavía un escritor contemporáneo de Bali puede afirmar que en esa isla casi todos sus habitantes se sienten artistas, en una u otra forma.

               (Aunque también en Bali las cosas cambian. Con la introducción de los artefactos y las costumbres occidentales ya no hay lugar ni tiempo para la práctica de las artes ni quién las proteja).

               Es verdad de lo más vulgar reconocer que el artista, como cualquiera de nosotros vive en común con cierto número de otros hombres. De esta perogrullada no se sigue, sin embargo, que esté en la obligación de escuchar y aceptar las indicaciones o mandatos de profesores de la literatura, censores morales o religiosos, funcionarios de gobierno, directores de corporaciones o secretarios de partidos. En verdad para el cumplimiento de su misión el artista no ha de satisfacer sino a la demanda interior de creación. Únicamente así hará la obra valedera. Consciente o inconscientemente habrá, además, dado expresión en ella a sus prejuicios y a los de la comunidad o el grupo en que vive.

               Estos son los elementos efímeros y deleznables de su obra. En caso de no estar compensado por una visión profunda, en caso de no haber logrado que en su obra cristalicen y se resuelvan las urgencias encontradas de su ser más recóndito (lo cual naturalmente no guarda relación alguna con sus problemas “personales”), entonces no habrá hecho obra de arte y su empeño habrá sido inútil. No niego que un tema que se base en las condiciones de determinada sociedad pueda utilizarse en algunos géneros artísticos para producir una obra de arte, empero la presencia de este tema no es el criterio decisivo para la evaluación (como sería ridículo preferir una pintura a otra porque el espectador encuentra que ofrece más parecido o semejanza con un objeto, una persona o un lugar que él conoce o que él recuerda).

               Eso en cuanto al tema; además hay dómines de la literatura o la política que pretenden imponer al artista estilos o criterios especiales. Deciden, por ejemplo, que toda obra de literatura o de pintura ha de cortarse con arreglo a un molde que ellos dibujan y que llaman, pongamos por caso, “el realismo socialista”. Es curioso observar que los poetas del partido no siguen la consigna y que en sus lucubraciones de baja literatura prefieren el panegírico barroco y exaltado, el elogio descomunal y muy poco “realista” de las supuestas virtudes de los líderes o de ciertos grupos sociales (loas al padrecito de todos los pueblos, cantos a mi aldea, mi país, etc. Todavía no he tenido ocasión de ver la aplicación del realismo socialista a la música sinfónica, la danza o la arquitectura, aunque la tarea no sería extraña a cierta casuística dialéctica). El juego de ambigüedades gira desde luego alrededor del término “realidad”. En otra obra de arte la realidad está evocada, el artista sin embargo utiliza sólo algunos rasgos, algunas características, las imprescindibles para expresar su relación con esa realidad, a la cual exalta o denigra o a la cual opone otra, siempre posible. Aun los novelistas del más puro realismo no dejan de pasar la realidad por un riguroso tamiz y no utilizan elemento alguno que no se preste a la demostración de la posición adoptada a priori. Puede ocurrir que en tales obras lo único valioso sea, a pesar de todo, algo que eludió la vigilancia, alguna veta escondida que de pronto afloró y reveló una realidad humana menos sistemática que la que el novelista prejuzgaba y más honda que a ras de piel.

               Entre la oposición abierta de los unos y la protección interesada de los otros, en nuestro tiempo la vida del artista no es nada fácil. No puede sin embargo claudicar; su deber es defender la autonomía absoluta de su obra. No puede ceder en ella sin anular el valor que pueda tener tanto para sí como para los demás, es decir, sin anular también su alcance social. Ha de oponerse a quienes quieran señalarle normas y trazarle caminos. A él corresponde encontrar la norma desconocida y abrir el camino inédito. Si se quiere por otra parte que el hombre no degenere en autómata, no habrá otro medio sino tratar de revivir en él sus potencias de creación, su sentido estético, o sea, la disponibilidad completa, el aura de libertad que el arte procura.

               En el sombrío paisaje de nuestros días, rasgado por los alaridos del odio y la muerte y el ensordecedor murmullo de los autómatas, quizás la clara voz de un poeta, brotando del venero más cristalino y transparente, pueda inscribir contra tanta ignorancia, destrucción y miseria la nueva esperanza y una recién nacida buenaventura.

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*     Westphalen, E. A. Escritos varios. Sobre arte y Literatura. Lima: Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 405-410.

 

                 

 

  


sábado, 11 de noviembre de 2023

Joao Cabral de Melo Neto

                                       



                               Joao Cabral de Melo Neto:

La poesía, un género de minorías


ENTREVISTA DE RINALDO GAMA


A Joao Cabral de Melo Neto (Brasil, 1920-1999) se le ubica en la llamada Generación del 45. Es uno de los precursores de la ‘poesía concreta’ brasileña. Entre sus libros más importantes están Educación por la piedra y Muerte y vida Severina. De una entrevista concedida a la revista brasileña Veja extraemos sus puntos de vista sobre la poesía, Dios y la muerte.


—¿Por qué la poesía hoy tiene un número de lectores tan reducido?

—Siempre fue así. Por lo menos desde el Romanticismo para acá. La poesía es como un laboratorio del lenguaje. Una gran industria tiene una parte fabril propiamente dicha, pero tiene también un laboratorio. Es a partir de los ensayos del laboratorio que el producto pasa para su fabricación. Después de los “ensayos” realizados por los poetas, los novelistas, los dramaturgos o los escritores de telenovelas ven los resultados y hacen uso de esos logros descubiertos por los poetas en el laboratorio. Los libros de poesía se venden menos, mucho menos que las novelas, por ejemplo, pero si usted lee la historia de la literatura de cualquier país, de cualquier época, observará que ella comienza por la poesía de aquel lugar. La poesía es, pues, anterior a todos los géneros literarios; y después que estos surgen la poesía sigue siendo la puerta de ingreso, el primer andar de toda literatura.

—¿Está en crisis la poesía, como sostienen algunos críticos?

—No, de ningún modo. La poesía siempre fue y continuará siendo, por sus características de laboratorio del lenguaje, un género de minorías. Veamos, por ejemplo, el caso del poeta francés Stéphane Mallarmé, uno de los grandes poetas modernos. Él murió en 1898, conocido apenas por un grupo muy reducido.

—¿Los poetas están condenados a escribir para el desierto?

—Usted cuando escribe está creando un objeto. Crea independientemente del público que va a leer su trabajo. Se escribe poesía como se hace cualquier otra actividad: gimnasia, natación. Quiero decir, la poesía es una cosa más individual que social. Es un uso personal del lenguaje, el que, a su vez, es un instrumento social. La poesía es expresión directa de la mente del poeta; al contrario, por ejemplo, de la novela, donde los escritores se comunican de manera indirecta con el lector, valiéndose de los personajes.

—¿Qué busca un lector al comprar un libro de poesía?

—Para mí ésta continúa siendo una pregunta sin respuesta. Observo que el gusto por la poesía se encuentra en los lugares que menos se espera…

—¿Usted supo siempre que sería poeta?

—Cuando era niño no leía libros de poesía. Prefería Sherlock Holmes, esas cosas. En la época que estaba por dar el examen para la carrera diplomática, casi me cambio al periodismo. Un día fui a hablar con Assis Chateaubriand para ver si me daba un empleo en el periódico. Conversamos mucho, y en cierto momento él me preguntó si yo tenía experiencia periodística. Dije la verdad, que no tenía, pero que escribía bien. Él fue tajante: “Entonces no sirve. Usted debe ser escritor”.

—¿Ha leído a los nuevos escritores brasileños?

—Yo recibo muchos libros en mi casa, y puedo decir que nunca se produjo tanta poesía en el país, lo que es excelente. Hay quienes dicen que eso no es bueno. Yo, al contrario, pienso que de la cantidad se puede extraer la calidad. Mas, confieso que a los 72 años [edad que tenía el poeta cuando concedió esta entrevista. Nota del traductor], la gente piensa que puede tener sólo algunos meses de vida y decide no arriesgar. Es preciso, entonces, economizar tiempo. Leer no deja de ser una aventura. Si yo me meto en el libro de un escritor joven, puede no valer la pena, y perdí cinco o más horas en ello. En esas cinco horas yo podría estar releyendo a Shakespeare o cualquier otro autor que me ha marcado a lo largo de la vida. Ganaría con el placer de la relectura y también podría descubrir cosas que se me hayan escapado de aquella obra anteriormente.

—¿Acostumbra leer su propia obra?

—No. Jamás hago eso. Me da la sensación de vejez.      

—¿Tiene miedo a la muerte?

Sí, lo tengo. Es gracioso; yo, un materialista convicto y confeso tengo miedo a la muerte. ¿Y sabe por qué? Por culpa del infierno. Racionalmente, yo no tengo fe. Fui criado en un medio católico, hice la primera comunión, estudié en colegio marista, en fin; pero desde que empecé a tomar conciencia de mí mismo, jamás asistí a una misa ni entré en una iglesia. Aun así, nunca conseguí apartar de mi mente aquel horror del infierno que me fue transmitido por los curas en las aulas.

—Como materialista que tiene miedo del infierno, ¿cuál es su concepto de Dios?

—Dios es como la línea del horizonte sobre el mar. Esa línea en realidad no existe; mas, para nuestros ojos el mar acaba ahí. Entonces, usted comienza a ir en dirección a esa línea y ella, a su vez, se va alejando. Dios es eso. La ciencia procura explicar lo desconocido, mas siempre hay un límite, una barrera para el conocimiento. Lo que está más allá de esa barrera es lo que se llama Dios. Los católicos dicen que Dios es lo inexplicable. Yo digo que Dios es lo aún no explicado por la ciencia. Si usted le hablase de física quántica a Descartes, él se quedaría en las nubes. En aquella época la física quántica podía ser Dios. Hoy ya tenemos explicaciones para lo que, hace siglos, era inexplicable. Y evidentemente continúan existiendo cosas sin explicación. O sea: Dios es apenas lo que los científicos de un determinado periodo no consiguen explicar racionalmente.

—¿Cree usted en algo que pueda mejorar la vida del hombre? ¿La política, por ejemplo, llevaría al bien común?

—En ese sentido, yo creo únicamente en la ciencia. Yo solo creo en las cosas concretas. La vida es material.

—¿Es por eso que su poesía solo trabaja con elementos muy concretos, palpables?

—Exactamente. No siento la menor necesidad poética de tratar temas metafísicos en el sentido filosófico del término. Nada que ver con los llamados poetas metafísicos, como el inglés John Donne, a quien admiro mucho. Si escribo “piedra” estoy hablando de algo que es más objetivo que “saudade”, por ejemplo, que dice cosas distintas a diferentes personas. O sea, consigo ser más preciso, me hago entender mejor y obtengo hasta un mayor público…

[Traducción: Luis Alberto Castillo]

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Fuente: Revista Veja, 9 de setiembre de 1992.   

viernes, 20 de octubre de 2023

Martín Adán

 


Martín Adán 
La disolución del absoluto poético*

LUIS ALBERTO CASTILLO


Martín Adán, seudónimo de Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908-1985), es autor de La casa de cartón, Travesía de extra­ma­res, Escrito a ciegas, La piedra absoluta, entre otras obras fun­da­mentales de la poesía de habla hispana. El siguiente artículo es una de las múl­tiples lecturas de la creación martinadaniana.


“Realidad, el Ángel que me guía”, reza el epígrafe que antecede la obra poé­tica de Martín Adán.1 Realidad sí, pero no la de nuestros sentidos; no la rea­li­dad tangible, mensurable, pues:
La cosa real, si la pretendes
No es aprehenderla, sino imaginarla.
Lo real no se le coge: se le sigue,
Y para eso son el sueño y la palabra.
Afirmación concluyente que instaura el absoluto poético y hace de la poesía el tema central de su obra.


“Donde la rosa empieza”


¿Y cómo concibe Martín Adán la poesía? Su primera acepción es como génesis:
                 Dar cuerpo a un alma
Dar forma a lo infinito
Dar una hora al tiempo y al grito.
Como la deidad primigenia, el poeta da cuerpo y da forma, crea a través del verbo, forja el ser. El sentido afirmativo de esta concepción de la poesía corresponde a sus dos pri­me­ros libros: La rosa de la espinela y Travesía de extramares, que tienen como símbolos poé­ticos a la rosa y a la nave, respectivamente, y connotan vida y movimiento, pero también significan lo perecedero y lo fugaz.
En estos dos poemarios, donde las formas son tradicionales —dé­cimas o espinelas el primero y sonetos el segundo— la poesía se canta a sí misma, es ella unidad sin conflicto; pero el poeta —el hacedor— está au­sente, o es “la sombra del ser divino”.


“Poesía no dice nada”


La segunda acepción poética de Martín Adán es de sentido contra­rio a la primera, y expresa la percepción de la nada y la disolución del absoluto poético:
Poesía es la idea sin objeto
El rabo de la rata
Poesía es lo que sobra
Poesía es lo que me falta,
[...]
¡Ay, Poesía, Machu Picchu,
Es mi sentido de que no soy nada!
Aquí la poesía ya no crea ni funda el ser con la palabra; sus carac­te­­rís­ti­cas son el absurdo, la ironía y la ausencia de conceptos afirmativos. Los libros que se enmarcan en este espíritu son: Escrito a ciegasLa ma­no desasida y La piedra absoluta, escritos en sus años de madurez, en los que percibimos la voz del poeta próximo a lo humano. Y es que Mar­tín Adán ha trascendido la pri­mera acepción —la poesía como absoluto— y profundiza metafísicamente en el devenir del hombre. La piedra, sím­bo­lo del ser, ha reemplazado a la rosa, símbolo de la poesía.
El destino del poeta recorre el mismo camino que el de la poesía. Vo­­cero de la divinidad o vínculo entre Dios y el hombre: “¡Que ser poeta es oír las sumas voces”, se equipara a los heraldos o portavoces de la vo­lun­tad divina; sin embargo, más adelante admitirá su derrota: “Y no al­can­cé al furor de lo divino, / Ni a la simpatía de lo humano”; ambas di­men­siones le han sido negadas y el poeta es, entonces, como en la con­cep­ción platónica, el desterrado de la república, y, como lo hace el propio Martín Adán en su vida personal, se recluye en su ostracismo.


“Poesía se está callada”


La concepción de la poesía como absoluto y el ser inspirado son ras­gos que determinan la filiación romántica de Martín Adán. Y es pre­ci­sa­mente Hölderlin (1770-1843), el poeta romántico alemán, quien, co­mo el vate peruano, poetiza sobre la poesía, concibiéndola como la esen­cia mis­ma de las cosas, como la instauración del ser por medio del lenguaje. Tam­bién para Hölder­lin, luego de su exaltación, la poesía deviene trágica, irredenta, y el poeta un extraño:


Y, ¿para qué poetas en tiempos aciagos?
        Pero son, dices tú, como los sacerdotes

Sagrados del Dios del vino
Que erraban de tierra en tierra            
En la noche sagrada.2

Hölderlin y Martín Adán, poetas de la poesía, son también sus sa­cer­­do­tes. La opción vital de ambos ha sido fundir en un solo acto palabra y vida, con­secuencia que a la postre significó para el autor de Travesía de extramares negar su propia individualidad:
Soy el uno que ya no cree
Ni en el hombre,
Ni en la mujer,
Ni en la casa de un solo piso,
Ni en el panqueque con miel.
De él puede decirse también lo que expresó Martin Heidegger a pro­­­pó­sito del poeta alemán: “... la excesiva claridad lanza al poeta en las tinieblas”.3
Al pretender hacer de la poesía la realidad esencial el poeta se ex­tra­­ña de sí mismo; y esa realidad donde instaura su ser se agota en la au­to­rreferencia, y entonces adviene desencanto, negación.


“Escuchando su propia voz”


Galvano Della Volpe, a propósito del poeta italiano Eugenio Mon­ta­le, señala: “La pérdida de la certeza de lo real y de toda fe, la aridez del puro existir, la misma natu­raleza descompuesta en alusiones inte­lectua­les, irónicas, y consiguientemente, un pathos seco, helado, y al mismo tiem­­­po sutilmente desgarrador, tal es el esquema moral de esta poesía que sufre auténticamente la crisis”.4 Lo mismo puede decirse respecto del sig­ni­fi­cado final de la obra poética de Martín Adán, expresión fidedigna de su ser cre­pus­cu­lar. 


Notas


1. El presente texto está basado en la edición de la poesía de Martín Adán hecha por el Instituto Nacional de Cultura el año 1971. El 2006, la Pon­ti­fi­cia Uni­­ver­sidad Católica del Perú publica la obra poé­ti­ca completa, en prosa y en ver­­so (Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva Santisteban). 
2.  Martin Heidegger. Arte y poesía. México: Fondo de Cultura Eco­nó­mica, 1978, p. 148.
3. Ibídem, p. 142.
4. Galvano Della Volpe. Crítica del gusto. Barcelona: Seix Barral, 1966, p. 67.

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* Este artículo fue publicado inicialmente en la revista Marka, año VII, N° 224. Lima, 1 de octubre de 1981, pp. 42-43.