jueves, 25 de julio de 2024

Los cantos de Lautréamont

 




El centenario de Lautréamont*

 

Emilio Adolfo Westphalen

 

Nos han advertido quienes hacen profesión de recordar las fechas de los grandes sucesos, que este año hizo un siglo del nacimiento en Montevideo de Isidore Ducasse, el poeta de quien no parecen dar medida justa ni aun los epítetos más grandiosos y más soberbios, pues, ¿cómo calificar lo que se nos aparece con los caracteres de un fenómeno descomunal y sin par? Mas vamos a ocuparnos del autor de Los cantos de Maldoror; es preferible, entonces que abandonemos a Isidore Ducasse y que no empleemos sino el magnífico apelativo con el cual quiso recubrirse como con un manto real; él se llamó: el Conde de Lautréamont.

Este señalamiento de una fecha, este intento de ubicar dentro del común transcurrir histórico una personalidad que nos fue revelación y deslumbramiento, cuyas irradiaciones aun sentimos activas a nuestro alrededor, a quien tanto debemos, de quien todo hemos esperado, nos conturba y desconcierta. Lautréamont, a quien no vemos bien ocupando un lugar en los tratados de historia literaria, que nunca mereció la atención de las gentes respetables, que soportó victorioso toda pretensión de reducirse a denominadores comunes, por el simple hecho de comprobarse que puede referirse a él un acontecimiento un poco alejado en el tiempo y del cual da fe un registro de estado civil, ¿podrá este simple hecho hacer mella en su mayor gloria poética: la inmarcesible juventud de su voz perturbadora? Es en este sentido que hallamos plenamente justificada la protesta de un grupo de poetas franceses que en un homenaje de admiración afirman que "Lautréamont no tiene cien años", y quieren multiplicar las imágenes que de él podamos tener, de su presencia terrible, de su juventud intocable.1

"Su presencia terrible", esta no es una expresión de exageración retórica: quien quiera se expuso alguna vez al fierro candente de su obra, quedó para siempre con la marca indeleble; y tampoco el mundo es el mismo cuando entre él y nosotros se han interpuesto "los pantanos desolados de esas páginas sombrías y llenas de veneno". Hay pruebas numerosas de que el encuentro con Lautréamont es de los decisivos en la vida; esta obra ha alcanzado lo que consideraríamos la cualidad ideal de la obra de arte: su acción afectiva sobre la vida. Recordamos la confidencia de Soupault sobre las consecuencias que para él tuvo el primer contacto con Lautréamont: "Estaba tendido en un lecho de hospital —dice— cuando leí por primera vez Los cantos de Maldoror. Era el 28 de junio. Desde ese día nadie me ha reconocido. Ni yo mismo sé si me ha quedado corazon".2

En estas condiciones no es de extrañar que en los últimos tiempos se haya elevado un coro discorde de alabanzas, de himnos de reconocimiento y de imprecaciones. Es la reacción natural del hombre ante todo lo que le sobrepasa y cuya desmesura suscita el temor, el deseo de prosternación, o su contrario, el ataque iracundo. En la proximidad de un volcán nadie vive tranquilo; nadie tampoco habrá pasado con indiferencia las hojas de estos Cantos, sin que la hebra vibrara en sus sienes, sin que se sintiera como dividido entre una repulsa y una atracción igualmente violentas. El fenómeno agresivo de la poesía de Lautréamont, este desplazamiento total de los objetos fuera de su lugar habitual, esta remoción de las heces vergonzantes de las inclinaciones humanas más sangrientas, nos sofoca, nos abruma, nos pierde. Intentamos los movimientos que la reflexión o el instinto nos dictan, tratamos de recolectar de nuevo los elementos dispersos por el ciclón. Pero, ¿qué ha pasado?, ¡oh maravilla!, cual con un fuego purificador el barro deleznable de las pasiones y de los instintos ha sido trasformado en joyas fulgurantes de poesía.

Sobre este misterio vamos a ver si algunos desgarrones de luz nos es posible echar, si de las confrontaciones que ha sufrido el enigma de Lautréamont, tal vez algunas puede que hayan alcanzado, aunque no fuera sino un momento, hasta la misma elevada cúspide del coloso.

 

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Pueda ser que alguien suponga que mucho del misterio que rodea a Lautréamont podría ser descartado si nos hubieran llegado más noticias sobre la vida del autor, si pudiera establecerse una secuencia de relaciones entre las experiencias del poeta y las particularidades de su obra. Pero esta vez, "la oscilación del autor detrás de su obra", de que hablara Rene Char, se ha convertido en la ocultación completa. Sabemos de una partida de nacimiento, sabemos de la estadía de un niño en los liceos de Tarbes y de Pau; luego, conocemos las direcciones de los hoteles que ocupará en París el poeta adolescente, han quedado unas cuantas cartas a su editor y al banquero encargado por su padre de proporcionarle dinero. Por último, un acta de defunción asevera de la muerte, el 24 de noviembre de 1870, a la edad de 24 años, de Isidore-Lucien Ducasse, "hombre de letras". Escribe Antonin Artaud: "La historia dice simplemente simple y siniestramente, que el acta de defunción estaba firmada por el patrón del hotel y por el mozo que le servía".3 Ni aun siquiera se creyó necesario consignar la causa de la muerte. Y nada más, ningún otro dato, a no ser ciertos vagos recuerdos de uno de sus condiscípulos en el liceo, hechos cuando octogenario y tal vez basados más en impresiones de la lectura de su obra, que en efectivas remembranzas. Nada más. Pero no, tenemos todo, tenemos Los cantos de Maldoror, y su contraparte, esas "Poesías", igualmente extrañas, que Lautréamont anunciaba en una de sus cartas como prólogo a una obra futura nunca aparecida, seguramente nunca escrita, pero que cuando fueron publicadas carecían de dicha explicación. Esta ausencia hace más equívoco el título de "Poesías" al frente de unos textos de un humor solapado, y sobre los cuales más tarde tendremos algo más que decir.

La falta de anécdotas no apesadumbrara, desde luego, a quien como el Sr. Ramón Gómez de la Serna puede inventarse algunas historietas de dudoso gusto.4 El que no conozcamos detalles más concretos sobre la vida de uno de los seres más extraordinarios del siglo pasado —cuando hay que citar a otros de su altura, hay que nombrar a Rimbaud o a Baudelaire— tenemos que considerarlo como una gran perdida. Pero conocida o desconocida la vida, no creemos que nuestras reacciones ante la obra hubieran diferido por ello. En cuanto a los antecedentes literarios de la obra, algo más que conjeturas podemos ofrecer. Tenemos la suerte de contar con un testimonio del propio autor. Además de los poetas en los cuales el declara haberse inspirado, los críticos han descubierto similitudes con el Marqués de Sade, con Young y con Radcliffe, en algunos pasajes han hallado parodias de alguna escena de Shakespeare o de algún poema de Goethe; alguno, por fin, ha notado que existe cierta semejanza entre las vociferaciones de Maldoror contra el Ser Supremo y las que profiere el monstruo de Frankestein en la novela de Mary Shelley. Esta búsqueda de las fuentes literarias no nos parece tarea vana; sabemos que toda obra de arte más que en nada se ha originado como réplica a otras obras de arte, que de ellas ha recibido impulso y dirección. Sin embargo, todo aquel material acarreado por Lautréamont, como si luego un aluvión lo hubiera cubierto, es apenas reconocible, tan poco reconocible que Thierry Maulnier quiere ver en esta obra "dura, inalterable, venida de otra parte, sin referencia a nuestro universo cotidiano y como brotada de un prodigio instantáneo", la quiere ver repetimos, como "esas extrañas flores minerales que se dice cinceladas por el rayo".5 Es que Lautréamont ha cogido todo —para emplear una espléndida expresión suya— "de un poco más alto", que lo que importa no es lo que podamos reconocer de aspectos reveladores de las filiaciones de su temperamento, sino el giro original, pero no, no es el giro, es la originalidad absoluta, el salto súbito a otra atmósfera; es esta la prueba la más sublime y la más decisiva— de que toda obra de arte es una inmersión en lo desconocido, es un rescate de tesoros escondidos que se ha ido a asir de las profundidades del ser.


***


Los no familiarizados con Los cantos de Maldoror tal vez tengan la sensación de que lo que hacemos hasta ahora es como dubitativo y largo preámbulo, no entenderán bien de las precauciones que se toman, querrían vernos de lleno en el tema, mostrar el conjunto, determinar las partes que lo forman, decir de lo esencial y de lo accesorio. La dificultad mayor al tratar de Los cantos…, sin embargo, es que siempre apareceremos dando vueltas, pero sin cerrar el círculo, siempre más con aire de decir del asombro que de hacer el análisis. ¿Y quién podría separar lo más característico, quién señalaría sus preferencias cuando es cuestión de nuevas visiones apocalípticas, pero de un apocalipsis negro, de un apocalipsis de la blasfemia? Este comentario ira tejiéndose como una guirnalda, más que para el esclarecimiento, para la veneración. No llamará ahora la atención el que confesemos que no podemos adscribir Los cantos de Maldoror, con precisión, a ninguno de los géneros literarios conocidos. Las clasificaciones no fueron nunca hechas para este forzador de linderos. Se dice que Los cantos… son un poema, épico: hay la tremebunda contienda de Maldoror contra la humanidad y de Maldoror contra Dios; pero hay también la no menos horrífica lucha de Maldoror contra sí mismo, y este ya sería el terreno de la lírica. No hay que olvidar, por otra parte, las divagaciones morales y metafísicas, las escenas dramáticas, la pequeña novela que es el “Canto sexto”; para terminar, todo el tiempo Lautréamont critica y parodia los procedimientos literarios, y desde luego, a el mismo y a la obra que está escribiendo. Se ha notado que, con todo, a pesar de esta amalgama en apariencia tan disonante, su prosa nunca desfallece, y “con todas las pompas más tradicionales del lenguaje", con sus frases cuya amplitud se ha comparado a las de Bossuet, Lautréamont va extendiendo su disolvente universal. Una tal hazaña, la confección de “una obra literaria acabada", empero no nos toca tanto como la consideración de otras cualidades más raras y más apreciadas por nosotros, sobre las cuales tan cabalmente se ha expresado André Breton.

 

"A los ojos de ciertos poetas de hoy día, Los cantos de Maldoror y las "Poesías", brillan con un fulgor incomparable, son la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas. Es toda la vida moderna, en lo que tiene de específico, que se halla de súbito sublimada". Como si esto no fuera bastante, todavía añadirá: "Todo lo que durante siglos se pensara y se emprenderá de más audaz ha conseguido formularse aquí por adelantado en su luz mágica".6

 

Pero nos hemos apresurado demasiado en presentar las pruebas del fervor de nuestros contemporáneos por Lautréamont. Porque Lautréamont murió desconocido y solo, "el más solitario entre los hombres". En realidad, como lo hace notar Leon Pierre-Quint7, es por un milagro que la obra ha llegado hasta nosotros. El “Canto I” fue el único que se publicó durante la vida del poeta y de manera anónima; no mereció, que se haya descubierto, más que una breve nota sin firma en una pequeña revista, siendo de notarse que ya entonces se hable del "asombro" que provoca8, la misma exclamación, la que es de rigor, entonces y ahora. La edición completa de Los cantos… fue retenida por el editor, y fue el sucesor de este quien la pone al público recién en 1874. No hay huellas de que entonces hubiera tenido ninguna repercusión. Sin embargo, 16 años más tarde hay un editor que hace una nueva impresión. De esa fecha datan las primeras irradiaciones en el mundo de las letras. Leon Bloy opina que es difícil decidir si la palabra "monstruo" es para el caso suficiente. "Aquello se asemeja a un espantable polimorfo submarino que una tempestad sorprendente hubiera lanzado sobre la ribera luego de haber escarbado el fondo del Oceano".9 Casi de la misma época son los comentarios de Remy de Gourmont y de Rubén Darío. Es en uno de los textos reunidos bajo el título de "Los raros" donde da sus impresiones el nicaragüense, a quien se le nota turbado y que si habla de los "siniestros cascabeles de la locura" es para eximirse de deducir todas las consecuencias de ese "humor hiriente y abominable". Al poeta del 'verso azul' y de la princesa triste, le chocan particularmente aquellas comparaciones de belleza tan peculiares a Lautréamont y que a nosotros nos parece valer bien por algunos tratados de estetas ciegos; Rubén Darío cita extensamente al "insensato" y al "delirante", para quien un escarabajo "es bello como el temblor de las manos en el alcoholismo", el adolescente "es bello como la retractilidad de las garras de las aves de rapina, o como la poca seguridad de los movimientos musculares de las llagas de las partes blandas de región cervical posterior, o aun, como esa trampa perpetua para ratones, que vuelve a tender el animal que ha caído preso, que ella sola puede coger ratones indefinidamente y funcionar incluso escondida debajo de la paja, y sobre todo, bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas".

En esta forma va estableciéndose a fines del siglo pasado una corriente casi subterránea que lleva el conocimiento del poeta como un mensaje secreto y que es el anuncio de un estado de espíritu que luego será legión. Ya de nuestra centuria son los estudios cuidadosos de Leon-Paul Fargue y de Valery Larbaud. Con la redición en 1920 de Los cantos…, se abre para Lautréamont un reconocimiento cada vez más amplio. Lautréamont había predicho, refiriéndose a sí mismo, que "el fin del siglo XIX vería su poeta”. Pero ciertamente fueron las tendencias más avanzadas de la poesía contemporánea quienes le hicieron suyo. El nihilismo de Dadá podía reconocerse sin dificultad en el gran denostador, y el Surrealismo hizo de él, el santo tutelar del movimiento.

Pero nadie, desde luego, ha de conseguir apropiárselo en exclusividad; voces múltiples proclaman su devoción; al hacerlo, sin embargo, dan a entender que no exaltan por iguales motivaciones. Como ejemplo tenemos, por un lado, a Edmond Jaloux, para quien Lautréamont ha realizado el romanticismo verdadero, "que es un romanticismo psicológico y non una actitud o una pintura de estados afectados"10; al opuesto lado declara Jean Marcenac: "pero nosotros estamos hartos de los románticos y de esa propaganda que consiste en presentar como uno de ellos al mismo que enterró al romanticismo en la refulgente mortaja de Los cantos…; Lautréamont se afirma desde entonces como el primero cronológicamente de los clásicos modernos"11.

Nos sobrecoge de pequeño vértigo pensar que podríamos caer en la tentación de querer dilucidar los términos de esta querella. Los críticos tendrán siempre fundamento bastante para erigir cualquier teoría. Es muy sencillo: se escogen unos aspectos y se tiene buen cuidado de olvidar los otros. Para ellos lo importante es conseguir una explicación coherente. Para el artista lo que importa es que la obra sea viva. Los críticos hurgan en la obra en la dirección de una demostración, de una idea dominante, de una teoría que, según ellos, es lo que da sentido a la obra. El artista nunca tuvo presente esta reducción de su horizonte y lo que ofrece es toda la riqueza de atributos y toda la plétora de representaciones, muy concretas y sensibles, la marejada contradictoria de las pasiones, las corrientes vagabundas de los instintos.

Sin embargo, ahora pensamos que, para tratar de algunos de los rasgos de la obra de Lautréamont, el mejor medio seria ver como la especulación teórica ha querido encerrar a este monstruo de la naturaleza, y la manera como este triunfa y se escapa con su insobornable libertad.

Contaremos para ello con la ayuda del poeta norteamericano Lionel Abel, para quien la experiencia de Lautréamont fue tan abrumadora que Los cantos… se le volvieron obstáculo insuperable. "La verdad es que envenenaron mi vida —dice—. Me quitaron todo gusto por la literatura. Todas las otras obras, me parecían, como Aragón ha dicho, "insípidas y arregladas". Lautréamont había escrito que la poesía debía ser hecha por todos, pero en realidad me impedía que escribiera ninguna . . . Ser una víctima de Lautréamont era ser superior a cualquiera otro ... Y no había manera de escapar al encanto de estos Cantos de Maldoror, este poderoso canto sádico que algunos han comparado al canto de un pulpo cabalgando las olas del océano ........¿A qué cosa no se le ha comparado?".12

El remedio contra esta cercanía de hechizo paralizante, pensó Abel que sería tratar de situar la poesía de Lautréamont en una perspectiva definida, colocarla en una situación histórica, es decir, apartarla de su lado valido de las armas que la crítica pudiera ofrecerle. Desde luego, lo más saltante, lo que de inmediato se percibe a la vista como la obsesión mayor de Los cantos…, es la persecución y vilipendio del Creador Supremo, la guerra sin cuartel de Maldoror contra Dios. Pero en la coyuntura las cosas no son muy claras; aquella disputa no es posible interpretarla en términos del conflicto perenne entre el bien y el mal; tampoco se ajusta a lo cierto descubrir en Lautréamont un propósito de exaltación de las potencias satánicas. Lautréamont en una de sus cartas trató de explicar su situación: "Yo he cantado el mal —escribe— como lo han hecho Mickiewicks, Byron, Milton, Southey, A. de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente he exagerado el diapasón para hacer algo nuevo en el sentido de esta literatura sublime que no canta la desesperación sino para oprimir al lector y para hacerle desear el bien como remedio".13

Otra observación es que la hostilidad entre Maldoror y el Ser Supremo no se halla basada, según lo presenta el poema, en cualidades diferentes, exclusivas a uno o al otro. Más bien compiten en superarse en las características de crueldad, hipocresía, rabia indomable; los estupros y las desollaciones, los sacrificios cruentos, las venganzas, la falta de decoro, son referidas ya al uno ya al otro. Habría muchos cabos que atar y que desatar a lo largo del poema respecto al bien y al mal, a sus representaciones y personificaciones, pero si nos atenemos a una de las sentencias de "Poesías": "Elohim está hecho a la imagen del hombre", ¿no sería el desdoblamiento Maldoror-Dios un espejismo, y su oposición inexistente? El mal está dentro del hombre o fuera de él? Estamos nosotros dentro de la creación o fuera de ella? En última instancia, lo que podemos sacar de la manera como Lautréamont plantea el problema moral, es una nueva serie de preguntas, de dilemas, pero de ninguna manera reconocer, como pretende Breton, que uno de "los rasgos más imperiosos de su mensaje" es "que el mal es la forma bajo la cual se presenta la fuerza motriz del desarrollo histórico"14. En ningún momento nos parece que Lautréamont tuviera en mente mostrar en su poema como lo que es considerado como el "mal" por ciertas clases sociales, por ciertas sociedades, en el desenvolvimiento de la historia viene a ser considerado como el bien. Es cierto que Lautréamont no podía tener sino muy presente los principios morales en boga en su tiempo (todavía son los mismos en el nuestro). Así cuando escribía: "Durante toda mi vida he visto a los hombres de espaldas estrechas, sin exceptuar uno solo, realizando actos estúpidos y numerosos, embruteciendo a sus semejantes y pervirtiendo sus almas por todos los medios. Llaman a los motivos de sus acciones: la gloria. He visto a los hombres de cabeza fea y de ojos terribles hundidos en la órbita oscura, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, etc." Llegado a la exaltación, ¿hasta dónde no nos va a llevar el arranque incontenible del verbo de Lautréamont? Nunca sabemos, y esta es una de las desconcertantes sensaciones en la lectura de su obra. Pero, en todo caso, si podemos afirmar que no había" el propósito de poner en alegorías o en ejemplos aquella teoría metafísica de Hegel acerca del mal: fuerza motora, teoría tan cara a André Breton.

Para curarse de Maldoror, Lionel Abel encuentra que seguramente lo que necesitaba eran estas otras teorías del filósofo francés Gastón Bachelard; aquí tenemos una interpretación psicológica, se nos descubre el "complejo" que, según el autor, da la explicación de las peculiaridades de Lautréamont. "¿Cuál es el complejo se pregunta Bachelard— que nos parece ser el que dispensa a la obra de Lautréamont toda su energía?, es el complejo de la vida animal, es el complejo de la agresión. De manera que la obra de Lautréamont se nos aparece como una verdadera fenomenología de la agresión".15 En efecto, Lautréamont recurre con frecuencia a las representaciones animales, sus metáforas abundan en bestias, aves, insectos, peces; "hay una increíble densidad de vida animal en el poema"Según la estadística de Bachelard, en 247 páginas que ocupa el poema en la edición de Jose Corti, ha encontrado 185 nombres diferentes de animales. Entre esos 185 animales, "la mayor parte son invocados en muchas páginas y muchas veces por página". Pero lo que interesa a Bachelard para su teoría es que esos animales no han sido invocados para la decoración externa, Maldoror los necesita para apropiarse de sus caracteres, Maldoror tiene que meterse en ellos, sentirse con sus armas y obedeciendo a sus instintos. Bachelard señala que es la dinámica de la agresión la que determina la elección de los rasgos preferidos para las metamorfosis. "El tiempo del poema está especializado de tal manera que puede identificársele con el tiempo de la agresión, el cual se supone siempre homogéneo con el de la impulsión primera. El que ataca toma siempre la iniciativa. Ahora bien, Maldoror no es nunca pasivo, nunca espera, no es receptivo, no es perseverante. Nunca duerme, no está a la defensiva, no está saciado nunca".

Mas volvamos al poema para comprobar si nada más que esto es Maldoror. Tenemos la sospecha de que muchas cosas se han pasado por alto. Maldoror no duerme nunca, leemos en el poema; Maldoror no ríe nunca, en otra parte. Y seguimos leyendo, y ahora Maldoror se ríe, y Maldoror duerme, no solamente duerme, sino que sufre una catalepsia de siglos. Y el dolor y el daño, si él los reparte a su alrededor, él también los sufre como represalia. Las metamorfosis tampoco son atribuibles únicamente a Maldoror; los otros seres y las cosas también se hallan sujetos en la poesía de Lautréamont a continuas transmutaciones y cambios. De una manera general puede afirmarse que en la poesía de Lautréamont nada es estable, nada goza de seguridad, nada permanece en sus mismas formas. Y Maldoror, este heraldo negro del mal y de las potencias infernales, a ratos nos dirá las palabras de la serenidad, y le oiremos los más suaves murmullos, las imágenes más apacibles; expresará la nostalgia, aun cuando no sea sino por muy breves momentos, de una vida dulce, reposada, dichosa.

Se presenta otro inconveniente, además, para la aceptación de la hipótesis de Bachelard, y es esta una objeción que nos parece definitiva. Nos recuerda Lionel Abel que al comparar André Malraux la versión el primer “Canto” de Maldoror, según apareció en la edición de 1868, con la de 1874, se dio con ciertas variantes muy singulares. Por lo pronto, aquella "increíble densidad de la vida animal" no se hallaba presente en la versión original. El complejo animal o complejo de agresión que atribuye Bachelard a Lautréamont no había empezado a hacerse efectivo sino cuando Lautréamont corrigió su poema. "Entonces se le ocurrió —opina Malraux— un procedimiento que ha dado a la obra su originalidad: reemplazó todas las abstracciones por nombres de objetos, o de preferencia, de animales, que no tenían con los poemas ninguna relación lógica".16 Así, en lugar de Dazet, el nombre de uno de sus amigos de la infancia que era múltiples veces repetido, hallamos: "el pulpo de la mirada de seda", el "monarca de los estanques y de los pantanos", el "sapo, sapo voluminoso, sapo afortunado". Se trata de una corrección en el sentido de la depuración poética —ha comentado Eluard—. Es una manera de conformarse más ceñidamente a la verdad de la poesía, añadiremos por nuestra parte: Dazet podía sugerir a Lautréamont imágenes sensibles con una gran carga efectiva, pero en nosotros esa denominación no halla eco, es un punto muerto en el poema; en cambio, el "pulpo de la mirada de seda", ya es otra cosa. Con esta muda de una abstracción por imágenes muy concretas, Lautréamont nos permite un vislumbre precioso sobre lo que se debe entender por las esencias poéticas.

 

***

 

Estos fracasos para "solucionar" la obra de Lautréamont condicionarían un desaliento completo, si aún no nos quedara para intentar el método crítico materialista. ¿Qué nos puede ofrecer este método tratándose de Lautréamont? "El materialista —escribe Lionel Abel— en lugar de partir de las cualidades artísticas de la obra, busca los móviles sociales de los cuales aquellas son la sublimación; anota en qué medida la libertad y la conciencia del artista no eran las decisivas. Aísla de la obra, con este objeto, los aspectos que le fueron impuestos por otros factores: la clase, los complejos, etc. El método materialista pone al descubierto los antecedentes, las conexiones, las filiaciones. Sin embargo, Abel se desconfía un poco; comenta: "es un método que debería prohibirse a los profesores; una suave cortesía —cualidad rara en los académicos— es indispensable si se le ha de emplear con fruto". El valor de lo que se obtenga por su intermedio, se echa a perder, por otra parte, si quien se instruye con él le da demasiada importancia. Porque no se pueden tomar muy en serio los resultados de una interpretación del arte que empieza por apartar las cualidades intrínsecas de este, para preocuparse únicamente de las limitaciones que ha debido vencer el artista en su afán de expresión. Es como si alguien quisiera instruirnos sobre una estatua dándonos datos tan preciosos como su peso en kilos, su composición química, la cifra exacta de los minutos empleados en su modelado, y otros, igualmente reveladores e igualmente pintorescos. Este método, y Lionel Abel no lo subraya bastante, no puede decirnos nada de algún interés sobre la obra de arte; a lo más nos descubrirá algunas de las circunstancias que favorecen o que obstruyen una obra de creación; podrá analizar sus antecedentes psicológicos; podrá hacer la sociología o la psicología del artista; pero le estará vedado el arte y la estética.

Con Lautréamont, por lo demás, el materialista no tiene mucho de donde cogerse. No sabemos sencillamente nada sobre su vida. Pero él replica que conocemos la época en que vivió, que conocemos la literatura de la cual se abrevó. En aquel tiempo, París, bajo el plan de urbanismo del barón Haussmann, sufría más cambios en unos años que antes en 15 siglos. "Con esa disección de la ciudad, se verían objetos en conexiones aun más extrañas e hirientes para la sensibilidad que aquellas en el poema de Lautréamont que se han hecho tan célebres”. El análisis continúa para revelarnos en Lautréamont al burgués y al bohemio, y termina diciendo: "Lautréamont, siguiendo los pasos de los románticos que disociaron las pasiones de la razón, va aun más lejos disociando los instintos de las pasiones. Lautréamont descubrió un nuevo tono poético, la música del acto obsesivo y la frase compulsiva que no requiere de sentido lógico o de significado profundo para aparecer como inevitable, y que sin embargo nos afecta sin rima ni razón".

Muchos reconocerán que la posición materialista desemboca fácilmente en el absurdo; basta con aplicarla un poco más extensamente, preguntarse, ¿por qué si la renovación de París en la época del Tercer Imperio fue la experiencia cotidiana de millares, sin embargo, solamente una persona se dio cuenta del efecto terrible de esas combinaciones extrañas y se inspiró en ellas para escribir Los cantos de Maldoror? Y si está bien que a la obra de arte se le niegue contenido lógico, ¿cómo puede ser que sin significado profundo pueda afectarnos? ¿No se está reconociendo implícitamente la inutilidad de lo investigado al admitirse que algo "nos afecta sin rima ni razón"? ¿Quién sostendrá que con la interpretación materialista hemos despejado algunos de los secretos de Maldoror? Y también Lionel Abel, abandonando de seguro otro intento de reducción a postulados teóricos muy estrictos pero inoperantes, se entregara con nosotros a la seducción irresistible de los sueños, de las pesadillas de Lautréamont. A esta voz de los videntes y de los oráculos, a esta voz oscura que habla los enigmas y que dice al hombre: tu destino, pequeño ser, es no contentarte con tus límites, y ansiar siempre, desear, extender las manos para cogerlo todo y no apretar nada.

El drama de Maldoror es el drama del hombre, todas las contradicciones, todo el hormigueo de imágenes, todas las metamorfosis, toda la crueldad y toda la desesperación, no han sido acumuladas sino para levantar este retrato del hombre y de sus fantasmas, los que él ha sacado de su propia materia, para perseguirle y para acosarle y los que tienen tan perfecta afinidad con el mismo.

En la obra de Lautréamont ha sido llevada a su más alta y extremada expresión el propósito que reconocemos común a toda obra de arte: la confrontación del hombre consigo mismo. De esto era muy consciente Lautréamont, como ha de notar quien lea cuidadosamente la obra y distinga las innumerables veces en que insiste que está escribiendo un poema, que se está rigiendo por las leyes de la composición de este poema, y llama la atención del lector, más que llamarle la atención, le zarandea con brusquedad, le espanta, pero le recuerda que con este fantasma, el más monstruoso y repugnante, es como ha de curarse de todos los fantasmas. Y desde luego que lo ha conseguido, y este es su gran triunfo y su gran eficacia: después de pasar por esta prueba ritual, que asemejamos a las pruebas de la iniciación de la pubertad en los usos de las tribus primitivas, ya estamos más firmemente establecidos en la vida, ya tenemos conciencia más exacta de nuestra libertad y de nuestras posibilidades. Es por esto que Lautréamont tuvo para muchos el papel del iniciador y del libertador.

Todavía será de Lautréamont la enseñanza de que el hombre no suele pasarse sin una mitología, de cualquiera clase que sea. Las ideas, las teorías no le estimulan si no es cubiertas con el ropaje de la encarnación sensible. La idea misma de dios no es actuante si no se le han atribuido cualidades sensibles, pues el hombre cree solamente en lo que puede ver o imaginar; con potencias descarnadas nadie puede entrar en relación, y ¿quién es el que se fía de entidades hechas al vacío?

Lautréamont nos muestra que no hay estrategia para combatir una mitología si no es por medio de otra mitología, pero sobre todo nos inculca desconfianza en todas las mitologías. El nos dice, de esta manera es como se crearon, y de esta manera como se las desarma. Y tal vez no sea otro sino este el significado de aquellas "Poesías" que tanto han confundido a los críticos de Lautréamont. Las "Poesías no las vemos en contradicción con Los cantos de Maldoror, ni como su negación, simplemente, como el complemento, la culminación necesaria de los Cantos...

 

***

 

Ningún comentario de Lautréamont podía dejar sin referirse, aunque fuera muy sumariamente, al empleo que hace en su obra del lenguaje, de la metáfora y del humor, y a ello dedicaremos los últimos párrafos de este estudio.

Uno de los medios por los cuales sacude Lautréamont a su lector, es por la manera como tiene de emplear el humor, y que es una manera muy especial de descarriarnos; nada tampoco que parezca escapar más al intento de examen. Breton ha denominado esta especie de humor, el humor negro, pero como no ha dado una definición, no adelantamos mucho con la designación.

Lo que sucede con esta clase de humor es que no sabemos si debemos reír o llorar —hay que hacer las dos cosas al mismo tiempo, dirá Lautréamont, redoblando su humor. Esta incertidumbre, como observa Valery Larbaud, es lo que más inquieta, lo que produce la sensación más extraña. "El lector quiere saber cuando la cosa va en serio y cuando en broma. ¿Un libro serio y cómico a la vez? Eso es demasiado complicado, habría que indicar al margen los pasajes serios, los pasajes cómicos".17 El asunto es más grave con Lautréamont porque nunca sabremos cuando hay que tomarlo en serio, cuando en broma. El humor de Lautréamont es su truco supremo, es la zancadilla mortal que nos tiende cuando nos hacíamos una ilusión de tranquilidad, de seguridad. Maurice Blanchot, en unas páginas muy lúcidas, nos parece que es quien mejor ha expuesto el fenómeno. "Se ha dicho a menudo —escribe— por ejemplo, lo ha dicho Jaloux, que el humor es para él una manera de restablecer el equilibrio de sus largas cadencias enfáticas, deslizando en ellas un elemento crítico, una especie de enfoque denunciador. Más bien es lo contrario. Es bien visible que Lautréamont no se burla de lo que escribe para tranquilizarnos sobre la locura de sus imaginaciones. El sarcasmo no se halla allí a manera de contrapeso, de órgano ponderador; si el añade algo a la lectura, es una amenaza nueva al retirarnos la posibilidad de tomar en serio lo que leemos. Lo serio, en efecto, es siempre tranquilizador, incluso cuando se trata de una declaración dramática; es el signo de que hay valores estables, definitivos... El sarcasmo de Maldoror nos quita bruscamente esta certeza y este apoyo, y les sustituye el vacío”.18

A propósito del lenguaje, lo que tenemos que decir es del carácter más general. Sabemos que el lenguaje tiene múltiples usos; pero cuando entra en la elaboración de una obra de arte, su rol es equivalente al que tienen en la pintura colores, líneas y planos, es decir, que es el subterfugio de que se vale el artista para hacer visible a los demás —y a el mismo, también; a él mismo el primero— la visión que le perseguía: esta transposición de una experiencia vital es lo que llamamos obra de arte.

El lenguaje, empero, sirve igualmente como vehículo en la comunicación de ideas, de propósitos, de sentimientos, de deseos, aunque hay quienes consideran que no es empleado a derechas y en su valor noble y elevado, sino cuando contribuye a la expresión de "ideas", por lo que se entiende el pensamiento regido por las reglas lógicas, el que se emplea en la determinación científica del mundo. Otro empleo del lenguaje, establecen ellos que es espurio e indigno; exigen, por lo tanto, que la poesía, que la literatura en general, se ajusten a este precepto. No sabemos, sin embargo, si serán tan consecuentes en esta actitud para pedir que la música, la escultura o la arquitectura se limiten a la expresión de "ideas", o tal vez el Sr. Roger Caillois podría darnos los motivos para no llevar tan lejos sus demandas racionalistas en el campo del arte y para limitarlas a la poesía.

Pero tanto la poesía como la música son el arte, y el arte —recordamos las palabras de unos de los más grandes artistas de nuestro tiempo—, "el arte está hecho para turbarnos, la ciencia para tranquilizarnos. El arte no es nunca la realización de una idea”.19

Los cantos de Maldoror son el apogeo de lo irracional: aunque las frases se ciñen, ¿y por qué no?, a las reglas gramaticales más estrictas, lo que esas frases forman no halla su semejanza en ninguno de los mundos conocidos, porque lo que ha conseguido Lautréamont es algo más extraordinario que una comunicación, es una creación. "Maldoror —observa Blanchot— es ciertamente el esfuerzo más asombroso que se haya hecho para hacernos creer que un libro puede ser una cosa, que hay que comprenderla como una cosa, como un suceso absoluto, cerrado y terminado". Estas son las cualidades de la obra de arte, con excepción de esa característica de "encierro" que le quiere dar Blanchot, pues aunque se halle siempre enmarcada dentro de ciertos límites, es sin embargo lo más abierto que pueda darse, abierta a sugerencias, a repercusiones, a influencias, abierta a una descendencia interminable. La obra de arte no es un objeto hermético que necesita de una clave para descifrarse, la obra de arte es más bien un objeto clave que nos sirve para situaciones innumerables de nuestra vida.

Solo nos queda hacer notar que en la obra de Lautréamont, aquel aspecto de continua alteración de las partes, aquella inestabilidad amenazante y violenta, es lograda principalmente por el empleo de las metáforas, esas metáforas que no son, como en otros escritores, una manera de aclaración o de explicación; muy por el contrario, habría que describirlas como una manera de hacer entrar la oscuridad y el misterio en el corazón mismo de las frases, las mismas que, por lo demás, no alteran su ritmo pausado, señorial, fastuoso. Este acompañamiento de música solemne, nos sonara a poco en extremo irónico, cuando caigamos en cuenta que el procedimiento de Lautréamont con las metáforas es el del terrorista encendiendo la mecha. Rolland de Reneville nos ha explicado en esta forma lo que ocurre: "En una tempestad atravesada 'por los canguros de la risa', no deja Lautréamont de mostrarnos la manera como el mundo se vuelve intercambiable. Las metáforas al permitir traspasar el significado de una palabra a otra, realizan la síntesis de los objetos y, en consecuencia, su destrucción mutua".20 Esta destrucción, esta batahola regocija en alto grado a Lautréamont; oigámosle: "Hablando generalmente, es cosa singular la tendencia atractiva que nos lleva a buscar (para en seguida expresarlas) las semejanzas y diferencias que en sus naturales propiedades ocultan los objetos más opuestos entre sí, y a veces los menos aptos en apariencia para prestarse a ese género de combinaciones simpáticamente curiosas, y que, palabra de honor, dan con gracia al estilo del escritor que se paga esta satisfacción, el imposible e inolvidable aspecto de un búho serio por toda la eternidad".

Las metáforas de Lautréamont, ¿cómo sugerir aquella mezcla de arbitrariedad y, a la vez, de necesidad interna imperiosa y oculta, que obliga a las conjunciones explosivas?, y ¿cómo escoger entre ellas las que se pueden traer de ejemplo? Cada una parece la mejor hasta que leemos la siguiente, y además, como se siguen, como brota la una de la otra, tal los árboles y lianas de una selva tropical, la selva móvil, en mutación constante de la prosa de Maldoror. Ante ella cabe bien exclamar que la poesía es aquello que produce la sensación más aguda de la disponibilidad absoluta.

 

***

 

Para terminar, deseamos referirnos a una observación, la cual no creemos equivocarnos si la suponemos en la intención de algunos. Nos dirían: ¿pero qué podemos sacar nosotros de Lautréamont?, ¿en qué puede servirnos esta crítica implacable de la vida y del hombre?, ¿no tenemos bastantes inquietudes y zozobras en esta actualidad inestable y angustiante, para cargar todavía con la imagen desmoralizadora y sombría que nos ofrecen Los cantos de Maldoror?

Se habla mucho en estos tiempos del pesimismo y del optimismo en la literatura. Se denigra del primero, se insta a la práctica del segundo. Aunque esta sea una manera bastante falsa de plantear el problema literario. En la poesía, en la poesía digna de ese nombre, solo se dan verdades, amargas verdades, decía hace tiempo Paul Eluard. ¿Es que sacamos algo cuando esas verdades nos turban al calificarlas de "pesimistas"? La poesía ha sido siempre la actividad del hombre la más alerta y la más adelantada, ha sido siempre la prefiguración de las tendencias cuando recién se abrían como flores futuras. Y cuando nos descubre aspectos tenebrosos de la naturaleza humana, es porque es de toda exigencia que los tengamos en cuenta. Ahora podemos reconocer que no era por amor malsano de la tortura y de la destrucción que están bañados Los cantos de Maldoror en "vasta luz color de sangre". Aquellos "gritos prolongados" que oía Lautréamont, en la lejanía, diciendo "del dolor más punzante", son los mismos que hemos oído en días muy recientes, pero junto a nosotros. Y no será como terminemos con esos aspectos innobles de la humanidad, engañándonos con historias color de rosa.

El hombre debe tener bastante fuerza para mirarse frente a frente en este espejo hechizado que es la poesía. Allí puede ver lo que es y lo que puede ser. Porque la poesía no es solamente conocimiento del hombre y toma de posesión del mundo, también es acicate de todo cambio, fermento de la imaginación, la que incita al hombre a adquirir conciencia de sus posibilidades, la que le recuerda que es solamente aquella "ansia de infinito" que atormentaba a Maldoror, la que señala al hombre la vida más pletórica de goces y de frutos, la que se vive a través de toda prueba y todo dolor.

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Notas

 

LetrasÓrgano de la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, n.° 35. Lima, tercer cuatrimestre de 1946, pp. 473-489.

 

Cahiers du Sud, Marseille, n° 275 (1946). "Lautreamont n'a pas cent ans". Textes de: Francis Ponge — Antonin Artaud — etc.

2 "Premieres repercussions du Comte de Lautreamont", en la edicion GLM de las obras completas. Paris, 1938.

3 "Lettre sur Lautreamont", en Cahiers du Sud, n° citado.

4 Prólogo a la traducción española Los cantos de Maldoror, "Biblioteca Nueva", Madrid. Si no recordamos mal, nos parece que en la traducción se habían 'suprimido' algunos párrafos. Sobre esto y sobre las deficiencias de la versión podría decirnos mucho nuestro amigo, ahora lejano, José Alvarado Sánchez, quien había confrontado los textos. No sabemos si la edición argentina de hace un par de años, es nada más que una reimpresión de la misma traducción (por Gómez de la Serna).

5 "L'enigme de Lautreamont" par Thierry Maulnier. Le Llttéraire, n° 11, Paris, 1er. juin 1946.

6 En la 'Introducción' a la edición GLM.

7 "Le Comte de Lautreamont et Dieu". Les Cahiers du Sud, Marseille, 1929.

8 "Documents inedita sur le Comte de Lautreamont "et son oeuvre", par Kurt K'uller. Minotaure, n° 12-13, Paris, 1939.

9 "Premieres repercussions… etc."

10 “Premieres repercussions… etc."

11 Cahiers du Sud,  275.

12 "A B and C on Lautréamont", en View, the Modern Magazine, Series IV, n° 4, New York, December, 1944.

13 Carta del 23 de octubre, 1869, dirigida a M. Verbroeckzhoven, socio del editor Lacroix.

14 En la "Introducción" a la edición GLM.

15 "Le bestiaire de Lautréamont", en La Nouvelle Hevue Francaise, Paris, Novembre, 1939.

16 "Premieres repercussions… etc."

17 "Premieres repercussions… etc."

18 "De Lautréamont a Miller", en L'Arche, N° 16, Paris, Juin, 1946.

19 Georges Bracque.

20 "Experience Poetique", Gallimard, Paris, 1938.

 

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