Rubén Urbizagástegui: una revaloración
Luis Alberto Castillo
Una de las características de la cultura peruana es la de ser
básicamente dual: lo español y lo indígena, lo rural y lo urbano, la sierra y
la costa, etcétera.
Esta polarización cultural, étnica o social no ha sido resuelta con el
mestizaje. Este, situado entre lo hispánico y lo indígena, se ha identificado
siempre con el primero. Su condición servil no le impide despreciar al hombre
andino, al que considera un ser inferior; no obstante, la cultura andina
sobrevive a cinco siglos de ignominia.
El idioma castellano, la religión católica, los avances científicos y
tecnológicos no han sido ni son lo suficientemente capaces para destruir una
cultura sólidamente enraizada en el mundo andino.
El idioma quechua principalmente, la concepción mágico-mítica del
universo que convive con la fe cristiana; la comunidad como núcleo social, y las expresiones artísticas ligadas
a la actividad agraria, con permanentes invocaciones a los elementos de la
naturaleza: montañas, ríos, animales, plantas, representan la vigencia de una
cultura que mantiene muchos de sus valores.
El campesinado andino, venido a Lima en esa gran oleada migratoria del
campo a la ciudad de las últimas décadas, no ha perdido su identidad cultural.
El vínculo con su terruño se mantiene a través de las actividades de los clubes
provinciales representativos. A través de su música y sus danzas recuerda sus
mejores vivencias en su pueblo de origen. De este modo el trauma de la
adaptación de un medio sociocultural a otro es en cierta forma superado.
Sin embargo, entre los inmigrantes con un grado de integración cultural
mayor pero con un nivel de conciencia crítica más elevado, la adaptación al
mundo urbano se realiza con muchas dificultades o algunas veces no se realiza.
José María Arguedas es el prototipo del provinciano integrado a un
estrato sociocultural de primer nivel, pero que anímicamente se identificaba
más con el mundo andino. Hablante de dos lenguas, con una pensaba –el español–
y con la otra sentía –el quechua–, expresión excelsa del dualismo cultural del
hombre peruano, que quiso unirlo en Todas
las sangres, pero que terminó admitiendo la realidad insoslayable de El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Parecido es el caso del poeta Rubén Urbizagástegui, quien expresa en su
aún breve obra poética el ser y el estar entre dos vertientes: la lógica de la
cultura urbana y la magia y el mito de la cultura andina.
Nacido en la comunidad de Virunhuaira (Cajatambo) en 1945, Urbizagástegui
estudió Antropología en la Universidad de San Marcos. Adhirió por breve tiempo
al Movimiento Hora Zero (marzo de 1973). En 1978 publicó el único libro de
poemas que conocemos: De la vida y la
muerte en el matadero (Lima, Gráfica Mariátegui), elaborado a la manera de
un tríptico, conformado por “Del matadero”, “De la muerte” y “De la vida”.
Venido de una comunidad donde valores como la amistad, los vínculos
familiares y la solidaridad tienen aún mucha importancia, a una ciudad donde
impera el individualismo, la soledad; donde se sobrevive en dura lucha contra
diversas formas de opresión, y apartado del entorno natural, el poeta alude a
su situación de desarraigado, de marginal: “Es
difícil vivir en Lima y hasta quizás un poco triste” (Mi padre es el
verano), “deja de vagar jodido en Lima /
al oído me dicen mis amigos / escapa de esta lata de conservas” (Canción en
tres estaciones).
Al mismo tiempo que hace de la ciudad –Lima– un espacio negativo, el poeta
reivindica su lugar de origen –su terruño– como el espacio positivo: “Que Lima es sólo 200 balcones donde 200
militares / quisieran tomar el sol / que existe un río hablador que es mudo / y
otro chillón que es sordo / que vivo y revivo en sus calles de cenizas / pero
que mi corazón se emborracha / y nace y muere y habita en Virunhuaira”
(Ancha es la pista al sur María Christine). En otro poema leemos: “Por qué pues flor de capulí por qué tengo
que vivir así / qué voy a hacer en esta ciudad que me ha robado el silvo del
viento / y poco a poco hasta la piel me la está quitando…” (Flor de la
pucarina).
En estos textos el poeta evidencia su malestar por la ausencia de la
armonía entre el mundo exterior y su condición de individuo, que no ha logrado
asimilarse a esa realidad hostil. En el último de esta sección se plantea una
toma de posición: “… Oh padre mío, es más
grande mi delirio o tu altura / qué persigo en estos aguajes / qué son entono”
(Diálogo), que será resuelta en el tercer elemento del tríptico: “De la vida”,
que considero la parte más lograda del libro.
Asimismo, poemas como “Negro pájaro chivillo”, “Matarina”, “Verdes
florecen las retamas de Coriorco”, “En las tardes”, entre otros, son muestras
del notable talento poético de Rubén Urbizagástegui, en esa línea tan próxima a
la canción andina en cuanto a ternura y profundidad de sentimiento.
Magdalena del Mar, noviembre de 1992.
Fuente: Alma Matinal. Año 1,
núm. 2. Lima, diciembre 1992-enero 1993, pp. 14-15.
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