Hablando de poetas*
Luis Alberto Castillo
“Es de los demonios que a los poetas no les alcance el dinero para comprar los libros que escriben otros poetas” decía Carl Sandburg en una carta a Ezra Pound. Más allá de lo irónico –y paradójico– de esta frase del poeta norteamericano, lo cierto es también que la poesía no se vende, a lo más se intercambia. Los poetas son, tal vez, los únicos artistas que no viven de su arte (Neruda fue la excepción, pero una golondrina no hace el verano, ni aunque sea de Bécquer).
Los poetas, además, se hacen solos, “verso a verso”, como quería Machado. Y si necesitan leer libros de poetas como Tu Fu, Basho, Catulo, Rimbaud, por mencionar algunos de los más representativos de sus respectivas culturas, así como forjarse una formación humanística que les permita aprehender la realidad inmediata y su propio contexto sociocultural, entonces sus necesidades adquieren connotaciones dramáticas.
Y es que el poeta en el mundo burgués se ha convertido en el paria de la sociedad. Walter Muschg, en su ya clásica Historia trágica de la literatura, sostiene que: “El espíritu burgués es antitrágico, bajo su reinado no sólo se atrofian las especies excelsas de la poesía, sino también las formas excelsas de la vida del poeta. La poesía trágica –sigue diciendo Muschg– pasa a ser la tragedia del poeta, esa forma deprimente que lo trágico adopta en la atmósfera de la ciudad…”.
Nos hemos de referir aquí a algunos casos que, por lo significativo de sus nombres, serán sumamente ilustrativos. Recordemos al Dante desterrado, vagando de ciudad en ciudad, de corte en corte, en algunas de ellas acogido sólo entre juglares y bufones. Claro que, al final, sus enemigos quedarán por siempre en el Infierno. Recordemos, asimismo, a don Miguel de Cervantes Saavedra, “más versado en desdichas que en versos”; y más próximos a nuestra época, como el poeta simbolista más importante, Stéphane Mallarmé, quien procuraba su sustento enseñando inglés en un liceo provinciano; Guillermo Apollinaire, autor de Caligramas y Alcoholes, que revolucionó la poesía de nuestro siglo, sobrevivía escribiendo novelas pornográficas. D. H. Lawrence, Joyce, Kafka, poetas en el sentido de creadores de belleza, arrebataron a la miseria lo mejor de su creación.
Nuestro país tiene, asimismo, deuda muy grande para con sus poetas. El ejemplo más conmovedor es el de César Vallejo. Ah, si en vez de estatuas y homenajes post mortem, le hubieran concedido siquiera una beca, su hambre quizás hubiera sido menos real.
Juan Gonzalo Rose, poeta, compositor y dramaturgo, fue despedido de su modesto empleo en la editorial del INC, en enero de 1979. Su poesía y su memoria permanecen, quienes cometieron tal injusticia han quedado en el más profundo olvido.
Desde luego, no son éstos todos los casos. La lista es muy larga. Pero también poetas, y de los muy buenos, hay en la otra margen. La miseria o el sufrimiento no son, claro que no, requisitos para la buena poesía. Lo que pretendo es hacer consciente –a quienes les pueda interesar– que los poetas –productores de belleza– merecen mejor suerte en vida. Que sus ingresos les permitan no sólo comprar los libros de los otros poetas, sino acceder a mejores niveles de vida; es decir, el ocio creativo, necesario para toda empresa poética.
Porque, “¿Qué es el poeta? / Un hombre / que trabaja el poema / con el sudor de su rostro. / Un hombre / que tiene hambre / como cualquier otro / hombre” (Cassiano Ricardo).
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* Artículo publicado en el diario El Peruano. Lima, 3 de junio de 1994, p. 9.
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