LITERATURA Y SOCIEDAD*
Emilio Adolfo Westphalen
Tal vez nunca como ahora se ha aborrecido tanto de las
facultades creadoras del hombre según se expresan en el arte y la poesía, se ha
tratado por todos los medios de desprestigiar la labor del artista, de
rebajarlo al puesto de funcionario de la propaganda política, de imponerle
normas ajenas a su vocación, ya sean los dictados de la historia, las
obligaciones que impone la actualidad o el deber de defender a una u otra clase
social. En las sociedades totalitarias o de tendencias totalitarias que
predominan actualmente (¿hasta qué extremo no habrá cundido el contagio,
cuántas de nuestras instituciones o de nuestros usos llamados democráticos no
están ya carcomidos por el mal?), se mira con desconfianza y hostilidad una actividad
que por su esencia misma se opone a la menor regimentación, a cualquier especie
de control desde fuera de ella misma; se sospecha de un acto que brota de las
zonas más oscuras del ser y que expone a todos los ojos una imagen inquietante
de las posibilidades humanas, de sus potencias ocultas y de su destino
incierto.
¿Cómo explicar que desde la
revolución industrial, o acaso desde antes, se haya tendido a temer toda
manifestación libre y desinteresada del espíritu humano? ¿Por qué no habrá casi
interés sino por la fabricación de mercaderías en serie y la multiplicación de
su consumo? ¿Por qué no ha de importar sino la cantidad, la máquina, el robot,
la cháchara embrutecedora de la publicidad y la propaganda? ¿Es posible que
ahora lo ideal sea convertir a los hombres en autómatas y suprimir el sueño, la
imaginación, el amor, la poesía, el éxtasis? ¿En las sociedades perfectas del
racionalismo positivista que se trata de imponer, estará todo fijado de
antemano, todas las acciones y todos los pensamientos preestablecidos, como se
relata en numerosas utopías y novelas de anticipación? ¿Serán entonces sólo
válidas la eficacia y la regularidad de la máquina? ¿Será el destino de la
civilización industrial, donde la máquina estaba destinada a librar al hombre de
ciertas servidumbres y trabas económicas y sociales, precisamente de convertir
el hombre en máquina? ¿Será cierta la perspectiva horripilante que nos ofrece
de un mundo exclusivo de autómatas?
Contra esa perspectiva solo es dable oponer el arte y
su espíritu libre y desmedido. Sí, me hago una idea muy elevada del arte y la
literatura, creo que no son un reflejo de la realidad social y económica de una
época, tampoco una imitación de la naturaleza si ―como algunos suponen― una secreción más del organismo humano. Considera la obra
de arte más bien como un objeto ambiguo entre la realidad y lo imaginario, tan
satisfactorio y decepcionante como puede ser el hombre mismo, el único objeto,
desde luego, que expresa esa circunstancia humana de sentirse el hombre un ente
prisionero, pequeño, nulo, pero que en la exaltación, en el olvido de sí mismo,
en el delirio, logra a veces sobrepasar esos límites. Por la obra de arte,
(¿acaso exclusivamente por ella?) el hombre se conoce y reconoce, en ella
adquiere conciencia de lo que le ata o destruye y también vislumbra la vía de
escape de la liberación. En la negrura de lo cotidiano, la canción, el poema,
la danza, la obra plástica se abren con el fulgor de soles íntimos y en la
sorpresa y el choque se rehace nuestro ser y adquirimos una conciencia más
amplia de nosotros mismos y del mundo.
En
una definición del hombre no cabe prescindir de su actividad estética, aún más,
quizás sea según esa actividad que puede definírsele con más cercanía de
acierto, con la seguridad de dar en la proximidad del blanco. Una comunidad no
será armónica, feliz, si sus miembros no están en libertad de seguir sus
inclinaciones artísticas. Esto no es quimérico; todavía un escritor
contemporáneo de Bali puede afirmar que en esa isla casi todos sus habitantes
se sienten artistas, en una u otra forma.
(Aunque
también en Bali las cosas cambian. Con la introducción de los artefactos y las
costumbres occidentales ya no hay lugar ni tiempo para la práctica de las artes
ni quién las proteja).
Es
verdad de lo más vulgar reconocer que el artista, como cualquiera de nosotros
vive en común con cierto número de otros hombres. De esta perogrullada no se
sigue, sin embargo, que esté en la obligación de escuchar y aceptar las
indicaciones o mandatos de profesores de la literatura, censores morales o
religiosos, funcionarios de gobierno, directores de corporaciones o secretarios
de partidos. En verdad para el cumplimiento de su misión el artista no ha de
satisfacer sino a la demanda interior de creación. Únicamente así hará la obra
valedera. Consciente o inconscientemente habrá, además, dado expresión en ella
a sus prejuicios y a los de la comunidad o el grupo en que vive.
Estos
son los elementos efímeros y deleznables de su obra. En caso de no estar
compensado por una visión profunda, en caso de no haber logrado que en su obra
cristalicen y se resuelvan las urgencias encontradas de su ser más recóndito
(lo cual naturalmente no guarda relación alguna con sus problemas “personales”),
entonces no habrá hecho obra de arte y su empeño habrá sido inútil. No niego
que un tema que se base en las condiciones de determinada sociedad pueda
utilizarse en algunos géneros artísticos para producir una obra de arte, empero
la presencia de este tema no es el criterio decisivo para la evaluación (como
sería ridículo preferir una pintura a otra porque el espectador encuentra que
ofrece más parecido o semejanza con un objeto, una persona o un lugar que él
conoce o que él recuerda).
Eso
en cuanto al tema; además hay dómines de la literatura o la política que
pretenden imponer al artista estilos o criterios especiales. Deciden, por
ejemplo, que toda obra de literatura o de pintura ha de cortarse con arreglo a
un molde que ellos dibujan y que llaman, pongamos por caso, “el realismo
socialista”. Es curioso observar que los poetas del partido no siguen la
consigna y que en sus lucubraciones de baja literatura prefieren el panegírico
barroco y exaltado, el elogio descomunal y muy poco “realista” de las supuestas
virtudes de los líderes o de ciertos grupos sociales (loas al padrecito de
todos los pueblos, cantos a mi aldea, mi país, etc. Todavía no he tenido
ocasión de ver la aplicación del realismo socialista a la música sinfónica, la
danza o la arquitectura, aunque la tarea no sería extraña a cierta casuística
dialéctica). El juego de ambigüedades gira desde luego alrededor del término “realidad”.
En otra obra de arte la realidad está evocada, el artista sin embargo utiliza sólo
algunos rasgos, algunas características, las imprescindibles para expresar su
relación con esa realidad, a la cual exalta o denigra o a la cual opone otra,
siempre posible. Aun los novelistas del más puro realismo no dejan de pasar la
realidad por un riguroso tamiz y no utilizan elemento alguno que no se preste a
la demostración de la posición adoptada a priori. Puede ocurrir que en tales
obras lo único valioso sea, a pesar de todo, algo que eludió la vigilancia,
alguna veta escondida que de pronto afloró y reveló una realidad humana menos
sistemática que la que el novelista prejuzgaba y más honda que a ras de piel.
Entre
la oposición abierta de los unos y la protección interesada de los otros, en
nuestro tiempo la vida del artista no es nada fácil. No puede sin embargo
claudicar; su deber es defender la autonomía absoluta de su obra. No puede
ceder en ella sin anular el valor que pueda tener tanto para sí como para los
demás, es decir, sin anular también su alcance social. Ha de oponerse a quienes
quieran señalarle normas y trazarle caminos. A él corresponde encontrar la
norma desconocida y abrir el camino inédito. Si se quiere por otra parte que el
hombre no degenere en autómata, no habrá otro medio sino tratar de revivir en
él sus potencias de creación, su sentido estético, o sea, la disponibilidad
completa, el aura de libertad que el arte procura.
En
el sombrío paisaje de nuestros días, rasgado por los alaridos del odio y la
muerte y el ensordecedor murmullo de los autómatas, quizás la clara voz de un
poeta, brotando del venero más cristalino y transparente, pueda inscribir
contra tanta ignorancia, destrucción y miseria la nueva esperanza y una recién
nacida buenaventura.
* Westphalen, E. A. Escritos varios. Sobre arte y Literatura. Lima: Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 405-410.