Un clásico universal
Una joya literaria que cumple 100 años: la odisea de “Ulises”
Publicada originalmente en 1922, la obra sufrió
censuras y fue calificada de obscena, en el marco de un derrotero impensable
que reconstruye el especialista Carlos Gamerro. Hoy es considerada por muchos
la mejor novela en idioma inglés del siglo XX.
El 2 de febrero se cumplen cien años de la
publicación de Ulises, novela hoy justamente célebre por su influencia mayúscula en la literatura y la cultura toda y por los
desafíos que supone para sus lectores, pero que incluso antes de su publicación
ya se había hecho famosa por su lenguaje explícito y las acusaciones de obscenidad.
Como es sabido, Joyce modeló las andanzas de sus
tres personajes principales, Stephen Dedalus, Leopold y Molly Bloom, por las
calles, casas y camas de Dublín, el día 16 de junio de 1904, sobre las andanzas
del personaje de Homero, como si hubiera podido predecir que la publicación de
su novela terminaría constituyendo una odisea no menos heroica que la narrada por su precursor.
El James Joyce de Richard Ellmann,
seguramente una de
las más brillantes biografías literarias jamás escritas, cuenta la historia con cierto detalle;
recientemente (2014) se le ha sumado El libro más peligroso de
Kevin Birmingham, centrado en la batalla legal.
Los problemas de Joyce con la censura habían
empezado bastante antes, desde los inicios de su carrera como narrador. El
editor Grant Richards se negó a publicar su libro de cuentos, Dublineses,
si el autor no se avenía a mitigar las situaciones demasiado realistas y la
mención de lugares y personajes reales de la ciudad de Dublín.
No le fue mejor con el siguiente, George
Maunsel: el libro fue
impreso y luego destruido por su impresor, preocupado por las consecuencias de su inicial
temeridad; un desconsolado Joyce, que había viajado especialmente a Dublín para
tratar de destrabar el conflicto, apenas pudo llevarse de regreso a Trieste,
donde residía por entonces, un único ejemplar.
No mucho más fácil fue el proceso de publicación de
su primera novela, Retrato del artista adolescente: la mecenas de
Joyce y editora de la revista The Egoist, Harriet Shaw Weaver, que
comenzó a serializarla, tuvo que peregrinar por más de doce impresores hasta
encontrar uno que accediese a imprimirla sin supresiones ni alteraciones
(publicar íntegro el texto de Joyce fue siempre, para el autor y sus más fieles
editores, la definición más simple e inclaudicable de la palabra integridad).
Salvo excepciones como la del incansable Ezra
Pound, que lideró la cruzada pro-Joyce en el terreno editorial y cultural, y la
del abogado John Quinn, que encabezó la legal, fueron las mujeres las más ardientes defensoras de su obra, una justa e irónica réplica al ejército de censores
–todos varones, qué duda- que tantas veces invocaron la ‘protección de las
damas’ como argumento para validar su supresión.
Joyce empezó a escribir Ulises en
1914; en 1918, gracias a los buenos oficios de Pound, recibió la oferta de ir
publicándolo en The Little Review, una revista fundada en Chicago
por las anarquistas, sufragistas y feministas Margaret Anderson y Jane Heap,
cuyo lema, “sin
concesiones para el gusto del público”, parecía hecho a medida de Joyce.
Los problemas comenzaron con el capítulo 8,
“Lestrigones”, cuando una joven Molly pasa un bizcocho semimasticado de su boca
a la de su joven amante Leopold y él besa “sus ojos, sus labios, su cuello
estirado” y lame “los gordos pezones erguidos”.
El número fue incautado por el Servicio Postal de los Estados Unidos: Anderson y Heap
siguieron incluyendo fragmentos de Ulises, y siendo
censuradas, hasta que la publicación, en 1920, del capítulo 13, “Náusica”, en
el cual la joven Gerty McDowell cruza miradas con Bloom en la playa de
Sandymount y ambos terminan masturbándose a mutua conciencia y a prudente
distancia, decidió a John Sumner, director de la Sociedad Neoyorquina para la
Supresión del Vicio (NYSSV) a impulsar el procesamiento de las editoras por obscenidad.
Los Estados Unidos se hallaban todavía bajo el
imperio de las leyes Comstock, inspiradas por el predecesor de Sumner, que
penaban toda forma de indecencia, incluyendo bajo ese generoso rótulo hasta la
información científica sobre métodos de control de la natalidad.
A su vez, la censura basculaba entre el muy
apreciado Veredicto Hicklin, de 1868, que la justificaba por el efecto nocivo
que la obra de marras podía tener si ‘caía en manos’ de un niño o una jovencita
inocente; y el menos conocido Veredicto Hand, hasta cierto punto contrapuesto,
que proponía que la definición de obsceno era relativa e históricamente
cambiante, y que someter a toda la literatura al criterio del ‘más vulnerable’
implicaba rebajarla “a los criterios de una biblioteca infantil”.
El juicio, celebrado en Nueva York en 1921, tuvo
sus momentos hilarantes, como aquel en que uno de los jueces quiso impedir que se leyeran en voz alta las
partes ofensivas porque
‘había damas presentes’; cuando se le señaló que se trataba de la mujer
sometida a juicio, respondió ‘galantemente’, “estoy seguro de que no conocía el
significado de lo que estaba publicando”.
Pero la mayor ironía fue que ni los jueces ni el
fiscal eran conscientes de las reciprocas masturbaciones de Gerty y Bloom:
Pound, sin consultar a Joyce, había censurado palabras y frases claves para la edición de The Little Review (de
haber publicado la versión completa, es de esperarse que el veredicto de diez
días de prisión o multa de cien dólares habría sido trocado por el de la quema
a las dos editoras junto con la edición).
Con este precedente, ningún editor del mundo de
habla inglesa quiso hacerse cargo de la novela. Harriet Weaver contactó a los
Woolf, pero a Virginia no le gustaba lo que había leído (lo consideraba
‘vulgar’, aunque años después lo reelería, revisaría su postura y
escribiría su propio
Ulises femenino, Señora Dalloway) y la pequeña imprenta de Hogarth Press, atendida
por sus dueños, no podía hacerse cargo de semejante volumen textual.
Quien finalmente encararía el desafío fue Sylvia
Beach, fundadora de la mítica (sobre todo por haber publicado Ulises)
librería parisina Shakespeare & Co. Encontró en Dijon a un
editor bien dispuesto, Maurice Darantière, que por ser francés no tenía
problemas con la obscenidad, pero sí los tuvo con el demoníaco concepto de
edición de Joyce, para quien ‘corregir’ era sinónimo de ‘expandir’: tanto en
las cuatro galeradas como en las cinco pruebas de imprenta el libro creció en
un tercio durante el proceso de impresión.
Pero los problemas de Ulises recién
comenzaban con la publicación: podía comprarse legalmente en Francia, pero no
podía entrar en ningún país de habla inglesa, ni por correo ni en manos de su
comprador.
Sylvia Beach terminaría recurriendo a Ernest
Hemingway, por
entonces un joven aspirante a escritor de veintidós años recién llegado a París
y ya fanático de Joyce, quien contactó a un contrabandista idealista y
anarquista que llevaba los ejemplares de Canadá, donde la novela no había sido
prohibida aún, a los EE.UU., de a uno por vez: no casualmente, quizás, la censura de Ulises en los EE.UU. coincidió con la
Ley Seca, y los
mecanismos para eludir la Prohibición del alcohol ayudaron a sortear los de la
literatura también (coincidentemente, Ulises sería permitido en los EE.UU. la
misma semana que ésta se derogó).
Para ese entonces, los mayores desvelos de los censores no eran causados por Gerty sino por Molly y
su archicélebre monólogo, que incluye frases como “lo voy a dejar que me lo
haga atrás siempre que no me enchastre los calzones limpios […] me apretaré
bien las nalgas y le largaré unas cuantas malas palabras culo sucio o chupame
la mierda o cualquier otra barbaridad que me pase por la cabeza”. No sorprende
que las mujeres fueran las más ardorosas defensores de Ulises,
cuando las mujeres de Ulises eran para los censores la mayor causa de
irritación.
El juicio decisivo tuvo lugar recién en 1933: el
juez John Woolsey, en un dictamen que hizo historia (tanto que durante mucho
tiempo su veredicto acompañó las ediciones de Ulises en EE.UU.) dictaminó que Ulises no era
obsceno, y la
revista Time le dedicó su portada a Joyce.
“Así se rinde una mitad del mundo angloparlante. La
otra mitad le seguirá pronto” comentó éste al recibir la noticia. Resignadas a
lo inevitable, las autoridades inglesas lo dejarían pasar en 1936; Canadá en
1949 y la ultracatólica Irlanda recién en los años ‘60.
La legalización de Ulises sentó el
principio que una obra podía ser ‘indecente’ u ‘obscena’ pero verse ‘redimida’
por su valor literario o cultural, abriendo la puerta para la legalización del
poema Aullido en 1957 y las novelas El amante de Lady
Chatterley en 1960, Trópico de Cáncer en 1964 y El
almuerzo desnudo en 1966, que dio por terminada la era de la censura literaria, al menos en el mundo anglosajón: después de
permitir la novela de Burroughs ya no quedaba cosa alguna por prohibir.
Pero el argumento más sólido de la defensa, a cargo
del abogado de Random House, Morris Ernst, fue que la premisa de Ulises,
de contar todo lo sucedido en un día en la vida de sus personajes, incluyendo
sus pensamientos y fantasías conscientes e inconscientes, no sólo habilitaba,
sino que obligaba al
autor a incluir lo escatológico y lo sensual: Joyce completaba el proyecto realista, que hasta él había dejado fuera gran parte de la realidad que decía
representar.
En ese sentido, me gusta pensar que el momento en
que la buena suerte de Ulises, y con ella la de todos
nosotros, quedó sellada, fue el de un contacto epifánico entre Woolsey y Ernst,
que Birmingham recoge con conmovedora devoción: “Señoría, mientras presentaba
mi alegato mi intención era centrar toda mi atención exclusivamente en este
libro, pero, mientras estaba declarando, también he estado pensando en ese
anillo que lleva alrededor de la corbata, en que la toga no le ajusta del todo
bien sobre los hombros y en el retrato de John Marshall que cuelga detrás del
estrado”.
“Yo me estaba preocupando por el último capítulo de
la novela y lo he estado escuchando con toda atención, pero debo confesarle que
mientras lo hacía estaba pensando en la silla Hepplewhite que hay detrás de
usted”.
“Ésa, su señoría, es la esencia de Ulises”.
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Fuente: Clarín. Buenos Aires, 2 de febrero del
2022.
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