La Generación del 50: Días de
vino y rosas
FRANCISCO BENDEZÚ
¿Desde
cuándo se empezó a hablar de las ‘generaciones‘ literarias por décadas, y quién
fue el primero en hacerlo? El poeta Francisco Bendezú nos lo cuenta en este revelador
testimonio, con el que completamos el tríptico en su homenaje. [LACC]
El
gran poeta y universalmente conocido novelista Manuel Scorza (1) acuñó la
expresión “la generación del cincuenta” en un prólogo que escribió para una
antología publicada por el INC: Poesía
contemporánea del Perú (Lima, 1963). En la explicación y justificación del
cognomento escribía Manuel –uno de los más altos exponentes de la generación de
que hablaba–: “La ‘generación del cincuenta’ sucede cronológicamente a la
‘generación del treinta’ que hace sus primeras armas en Amauta, bajo el ardiente magisterio de J.C. Mariátegui. Es la
generación de los sputniks y del rock, la generación que asiste al derrumbe
imperialista de dien Bien Phu y en Argelia a la liberación de los pueblos
africanos. En su horizonte esta generación ve dibujarse los rostros llameantes
de Lumumba y Fidel Castro, la sonrisa de Marilyn Monroe y los primeros cohetes
espaciales. Es la generación que escucha la voz ‘comprometida’ de Sartre y
Camus. En su mañana contempló la luz corrompida de la primera bomba atómica
pero miró también a Stalingrado. Asistió al derrumbe de la esperanza con España
y al martirio de los campos de concentración bajo la cruz gamada”. Estas
palabras fueron escritas hace 18 años [el artículo que ahora reproducimos fue
publicado el año 1981 (nota del editor del blog)]. Reconocemos fácilmente al
fuego verbal y el vigor imprecario e incomparable del autor de Redoble por Rancas. Pero en el ventenio
(o casi) transcurrido, nos hemos ido percatando de que hablar de “generación
del treinta” es, por decir lo menos, algo exageradillo, demasiado generoso,
irreal. No que neguemos la calidad indiscutible en el ámbito de la poesía de
los nombres de Martín Adán, Westphalen, Xavier Abril, César Moro, Vicente Azar,
Rafael Méndez Dorich, los Peña Barrenechea y L. F. Xammar, entre otros; ni en
el de la investigación seria y minuciosa y la crítica literaria los de Alberto
Tauro, Ella Dum[n]bar Temple, C. Daniel Valcárcel, A. Tamayo Vargas (poeta y
novelista a sus horas) y Estuardo Núñez; ni en la filosofía de Luis Felipe
Alarco y José Russo Delgado ni, finalmente, en el periodismo y la cátedra
universitaria los del sapiente Jorge Puccinelli y el inimitable y fraternal
César Miró (diplomático de gran estilo, además), pero, como suele ocurrir en el
espinoso y, yo diría, irresoluble problema de las generaciones, ciertas
alineaciones de intelectuales, a modo de campos magnéticos, gravitan hacia las
que les precedieron o, en su defecto, hacia las que les continuaron, porque, en
definitiva, los del treinta no alcanzaron una suerte de compactibilidad, ciertos
rasgos inconfundibles de especificidad, un tal grado de independencia que
convierta a estas alineaciones, por así llamarlas, en grupos aparte, realidades
fenoménicas intransferibles y como autárquicas. La “generación del treinta”, en
contra de la siempre valiosa opinión de mi compañero generacional Manuel
Scorza, no existe como ente espiritual autónomo. Cumple, a mi modesto juicio,
un digno y honrosísimo papel de puente, [ilegible]gamen o trait d’ unión (lazo de unión) entre la del Centenario o, más propiamente,
la generación de la postguerra de la Guerra del 14 (1914-1918) y la “generación
del cincuenta” o, más propiamente, la generación de la postguerra de la Segunda
Guerra Mundial (1939-1945). La restante gran generación del presente siglo fue
la del Novecientos[:] Chocano, Riva Agüero, los hermanos García Calderón entre
sus prohombres. El grupo formado por Eguren, Ureta, Yerovi, Valdelomar, Gálvez,
V.A. Belaúnde y tantos más que olvido en tributo a la tiranía del espacio y la
paciencia de los lectores fue a la del Centenario –Mariátegui, L.A. Sánchez,
Alejandro peralta, A. Hidalgo, Juan Parra del Riego, Basadre, Vallejo, Julio C.
Tello, haya de la Torre, Luis E. Valcárcel, etc.– lo que la con empaque llaman
algunos la “generación del treinta” es a la “generación del cincuenta”, razón y
motivo esta última generación de la presente nota. Que no se vea en mi juicio
desdén y sí más bien afán didascálico, egregio anhelo de orden, honrada
búsqueda de puntos de referencia en una materia no suficientemente estudiada,
deslindada diré mejor y, por ahora, sin hitos perentorios y fijos. Yo no soy
ajeno al peligro latente a lo tal vez precario y provisional de mi concepción
global, a lo arbitrario de mi esquema quizá involuntariamente subjetivo e
injusto. Pero, sin una meditada estrategia ¿cómo desbrozar el intrincado
camino, calar nuestro ser nacional profundo, nuestra contradictoria e
inaprensible idiosincrasia y nuestra compleja identidad? Y conste que,
principalmente, me vuelco sobre mis colegas literatos.
Anotaciones
personales
En
la acertada caracterización de Manuel Scorza sobre la “generación del
cincuenta”, que entre nosotros coincide cronológicamente con la generación
existencialista de París, quizá por indeliberado cosmopolitismo olvida el gran
poeta de esa obra maestra que nunca dejó de ser para mí “Crepúsculo para Ana”, que
no solamente el rock fue la música de
nuestra gallarda y en su mayoría perseguida y exiliada generación. El tirano de
turno, si bien no con las muestras de ferocidad de un Stroessner, Pinochet o
Videla, era, como muchos recordarán, el “general de la alegría”, Manuel
Apolinario Odría, uno de los más patéticos casos de servilismo al imperialismo
extranjero, especialmente el norteamericano. Tomo el hilo: hubo además del
rock, o paralelamente al mismo, el mambo de “Cara’e Foca” (Dámaso Pérez Prado),
elogiado por Stravinsky, y el cha cha cha de Enrique Jorrín. El bolero por
aquellos años estaba en franca retirada. Y no fue solamente la sonrisa de
Marilyn la que encantó nuestros a menudo afligidos ojos de refugiados
políticos; Rosita Quintana, Ana Bertha Lepe, Silvia Pinal y Ana Luis[a]
Peluffo, en todo el esplendor de su hermosura, y a quienes Manuel y yo tuvimos
la dicha de conocer personalmente, y quizás Manuel más íntimamente por su larga
estada en México, también nos enviaban sus sensuales e inolvidables sonrisas
desde el lienzo de plata. ¿Y los esguinces y ondulaciones de las tres
irrepetibles “bataclanas” –así las llamábamos– Betty di Roma, Mara y Anakaona
(Alejandrina Población [¿?])? Ellas alegraron de vez en cuando nuestras
iniciales y juveniles noches de bohemia. ¡Cuántas veces nos acompañó el
tempranamente fallecido Fernando Quízpes Asín!, y para quien Manuel escribió su
gran poema Réquiem para un gentilhombre
(Lima, 1962). Fue también la gran época de la pléyade “camp” de rumberas
cubanas, puertorriqueñas y mexicanas: María Antonieta Pons, Meche Barba, Amalia
Aguilar, Mary Esquivel, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Kitty de Hoyos, Tongolele
y tantas otras más que fueron engullidas por las fauces voraces e insaciables
del olvido. Vaya para ellas mi palabra de evocación y homenaje. ¡Qué fácil
cercenar tajadas de realidad! Ni Manuel ni yo ni ninguno de mi querida
generación –ahora en su cenital instante de lucidez, desengaño y terca esperanza–
podríamos asumir conductas protocolarias, ceremoniales, académicas. No
olvidamos que el deslumbrante Federico Hegel, el autor de la ardua y
escasamente leída Fenomenología del
espíritu, le hizo, contra todos los pronósticos y a espaldas de su legítima
esposa, un crío a su joven y apetecible doméstica. Y si Hegel fue tan humano,
demasiado humano ¿por qué los del 50 habríamos de adoptar una falsa, pacata y
despreciable actitud victoriana? Fuimos y somos hombres de carne y hueso, con
todos nuestros defectos y contadas virtudes. Somos más peruanos que el ajiaco
(o en el caso del gran Julio Ramón Ribeyro, que el ají de gallina). Yo creo que
esto lo deben de saber los que nos están sucediendo en la construcción del gran
sueño nacional: pan para todos, rosas para todos, como quería el admirable
poeta comunista Paul Eluard. Como Apollinaire en su maravilloso poema La jolie rousse (“La linda pelirroja”)
tendríamos que gritarles a nuestros hermanos: “No somos vuestros enemigos”. A
los del 70 les queda por delante colmar los veinte años que faltan para
culminar el siglo. Con los del 60—Toño Cisneros, Marco Martos, César Calvo, Mario
Razzeto, Livio Gómez, Reynaldo Naranjo, José Pardo del Arco (Juan Cristóbal),
Javier Heraud, Arturo Corcuera, Alfredo Bryce, J. A. Bravo, Hildebrando Pérez
Grande, etcétera, siempre hemos guardado una armoniosa relación y pese a lo que
ha afirmado recientemente el novelista Carlos Camino Fajardo sobre que los del
60 rompieron verdaderamente con la tradición, yo creo –sin que haya pizca de vilipendio
o desestima en mi apreciación– que la crítica futura, ¡basta proyectarse
cincuenta años o recordar que entre San Agustín y Santo Tomás media casi un
milenio!, los adscribirán irremediablemente a la “generación del cincuenta”. No
hay en ello honra o demérito. Sólo prima en mi para nada catastrófico barrunto
el sentido común y la experiencia.
La “Generación del
Cincuenta” en sí
¿Cuál
es la condición sine qua non para pertenecer a la “generación del
cincuenta”? No es la edad, si bien todos nacieron después de 1920. Yo sé de
tres, además de mí, que vieron la luz en 1928: Manuel Scorza, Leopoldo
Chariarse y Juan Gonzalo Rose. No es tampoco el año de publicación del primer
libro. Yo, por ejemplo, y no creo ser el único, publiqué mi primera “plaquette”(Arte Menor) en 1960. Eielson, uno de los mayores, en sentido moral,
si no el máximo de nuestros poetas (de la “generación del cincuenta”) publicó Reinos en 1944. Fluctuamos, para decirlo
de una buena vez, entre los 50 y los 60 años. Hablar de una “generación del
cuarenta” es, actualmente, franca y abiertamente extemporáneo. Mario Florián,
Julio Garrido Malaver y Gustavo Valcárcel nos pertenecen lo mismo que Sebastián
Salazar Bondy y Blanca Varela –una de las tres grandes poetisas del Perú,
juntamente con la enigmática Amarilis y la grandiosa y combativa Magda Portal.
En cuento y novela hemos alumbrado los nombres de Julio Ramón Ribeyro, Carlos
Zavaleta, Carlos Thorne, Oswaldo Reynoso, Paco Carrillo, José Adolph, Manuel
Mejía Valera y Luis Loayza. En crítica los de Alberto Escobar, José Miguel
Oviedo, Abelardo Oquendo y Mauricio Arriola grande. En sociología y
antropología los de Julio Cotler y Aníbal Quijano. En filosofía los de Augusto
Salazar Bondy y Víctor Li Carrillo. En historia los de Pablo Macera, Federico
Kauffman y Carlos Araníbar. En periodismo los de Arturo Salazar Larraín, Lucho
Loli, Hugo Bravo, Juan Zegarra Russo, Alfredo Abarca, Gilberto Escudero, Oscar
díaz, pedrito Alvarez del Villar, Raúl Villarán, Guillermo Thorndike, Alfonso
Rospigliosi y Guido Monteverde. En economía los de Virgilio Roel, Justo Franco
y Carlos Malpica. En derecho los de José Luis Calvo y Wáshington Durán. En
poesía la lista es interminable. Conociendo la sensibilidad hiperestésica de
los vates, prefiero no mencionarlos para no correr el peligro de omitir
involuntariamente a alguno valioso. El Perú es, por excelencia, un país de
poetas. Ultimamente el joven e inquieto poeta argentino Manuel Ruano, que acaba
de editar una excelente antología: Poesía
nueva latinoamericana (Lima, 1981) corroboraba mi opinión, que es, además,
la de toda la crítica mundial. Hace 18 años, en el prólogo de Manuel Scorza,
mencionado al comienzo, escribía el rápido e imperial Manuel (2): “la poesía es
el más hermoso fruto de nuestra literatura”. ¡Qué ojo zahorí! ¿Se ha conocido
mayor generosidad? ¡Y, sin embargo, a este hombre del 50 muchos lo niegan, lo
opacan, lo ignoran maliciosamente o, sin ningún miramiento mañosamente lo eclipsan
sin asistirles ninguna razón valedera! Yo creo que el elemento catalítico de mi
a veces innoblemente vapuleada generación es y será la Esperanza (con
mayúscula). Estamos satisfechos de no haber dilapidado la herencia de nuestros
antecesores culturales. Y lo más importante: ¡es mediodía! ¿Cuánto haremos aún?
Que los que nos sigan no vayan a decir nunca que nos mostramos soberbios o
mezquinos. Tal como México es tierra de pintores; Brasil,
de músicos; Chile, de novelistas e historiadores; Argentina de ensayistas;
Colombia, de retóricos; al Perú le cupo en suerte ser tierra de poetas. En Lima
y provincias se escribe la mejor poesía actual en lengua española. Los nombres
de los autores están en la mente de todos. Tal es la segunda razón por la que
no los enumero. ¿O debo iniciar, al dar término a mi artículo, la grave y
caudalosa letanía de autores y obras poéticas de la imperecedera “generación
del cincuenta”? Yo sé que los lectores de El
Caballo Rojo me lo agradecen con un guiño. ¿Por qué no conversamos mejor
del cine y sus estrellas legendarias? Eso también es poesía. Y fue también algo
que nos engolosinó a los del 50. Que me desmientan Pablo Guevara y Wáshington
Delgado. Estoy melancólico, amigos.
Notas
1.
“Mira, con la cantidad de enemigos que yo tengo en el perú, podría llenar
varias veces el Estadio Nacional, ¿por qué tengo tantos enemigos’, porque yo he
llegado a ser yo” (Monos y Monadas N°
199, p. 11) acaba de declarar Manuel a Nico Yerovi. Le recuerdo a mi amigo de
juventud que no solamente tiene enemigos. Incluso, con la gran amistad que nos
une, me he permitido llamarle “traidor”, porque Manuel es para mí más poeta que
novelista. Junta al estentóreo desplante de Hidalgo la valentía auténtica de
Chocano, la vital sonrisa de Parra del Riego y el humanísimo temor y angustia
metafísica de César Vallejo y Leonidas Yerovi. Ojalá Manuel lea estas líneas,
que, como él sabe, no intentan ser un lenitivo a su soledad y viril desengaño
sino solamente un puño cerrado de saludo lejano y sincerísimo.
2. Digo “imperial” porque Manuel desconcertó en
París a los gabachos con la mayor perogrullada del mundo: “Más vale rico y sano
que pobre y enfermo”. Cuando le retrucaron que tal verdad era obvia, muy suelto
de huesos afirmó que tal era el dicho más usado por su pueblo. Los franceses,
cartesianos, crédulos y altamente sorprendidos concluyeron por considerar la
máxima de marras como una muestra de… ¡sabiduría imperial! Eso me lo contó el
propio Manuel. Y le creo. ¡Se ve cada cosa en este mundo!
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De El
Caballo Rojo, suplemento dominical del Diario
de Marka [1981], pp. 8-9. Pido disculpas por no consignar el número ni la
fecha exacta de la publicación, debido a que dichos datos no figuran en el
recorte de donde se ha transcrito el artículo.
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