lunes, 10 de febrero de 2014

Celebración de la poesía: Homenaje a Francisco Bendezú / III. Testimonio de parte

 
 
La Generación del 50: Días de vino y rosas
FRANCISCO BENDEZÚ
 
¿Desde cuándo se empezó a hablar de las ‘generaciones‘ literarias por décadas, y quién fue el primero en hacerlo? El poeta Francisco Bendezú nos lo cuenta en este revelador testimonio, con el que completamos el tríptico en su homenaje. [LACC]
 
El gran poeta y universalmente conocido novelista Manuel Scorza (1) acuñó la expresión “la generación del cincuenta” en un prólogo que escribió para una antología publicada por el INC: Poesía contemporánea del Perú (Lima, 1963). En la explicación y justificación del cognomento escribía Manuel –uno de los más altos exponentes de la generación de que hablaba–: “La ‘generación del cincuenta’ sucede cronológicamente a la ‘generación del treinta’ que hace sus primeras armas en Amauta, bajo el ardiente magisterio de J.C. Mariátegui. Es la generación de los sputniks y del rock, la generación que asiste al derrumbe imperialista de dien Bien Phu y en Argelia a la liberación de los pueblos africanos. En su horizonte esta generación ve dibujarse los rostros llameantes de Lumumba y Fidel Castro, la sonrisa de Marilyn Monroe y los primeros cohetes espaciales. Es la generación que escucha la voz ‘comprometida’ de Sartre y Camus. En su mañana contempló la luz corrompida de la primera bomba atómica pero miró también a Stalingrado. Asistió al derrumbe de la esperanza con España y al martirio de los campos de concentración bajo la cruz gamada”. Estas palabras fueron escritas hace 18 años [el artículo que ahora reproducimos fue publicado el año 1981 (nota del editor del blog)]. Reconocemos fácilmente al fuego verbal y el vigor imprecario e incomparable del autor de Redoble por Rancas. Pero en el ventenio (o casi) transcurrido, nos hemos ido percatando de que hablar de “generación del treinta” es, por decir lo menos, algo exageradillo, demasiado generoso, irreal. No que neguemos la calidad indiscutible en el ámbito de la poesía de los nombres de Martín Adán, Westphalen, Xavier Abril, César Moro, Vicente Azar, Rafael Méndez Dorich, los Peña Barrenechea y L. F. Xammar, entre otros; ni en el de la investigación seria y minuciosa y la crítica literaria los de Alberto Tauro, Ella Dum[n]bar Temple, C. Daniel Valcárcel, A. Tamayo Vargas (poeta y novelista a sus horas) y Estuardo Núñez; ni en la filosofía de Luis Felipe Alarco y José Russo Delgado ni, finalmente, en el periodismo y la cátedra universitaria los del sapiente Jorge Puccinelli y el inimitable y fraternal César Miró (diplomático de gran estilo, además), pero, como suele ocurrir en el espinoso y, yo diría, irresoluble problema de las generaciones, ciertas alineaciones de intelectuales, a modo de campos magnéticos, gravitan hacia las que les precedieron o, en su defecto, hacia las que les continuaron, porque, en definitiva, los del treinta no alcanzaron una suerte de compactibilidad, ciertos rasgos inconfundibles de especificidad, un tal grado de independencia que convierta a estas alineaciones, por así llamarlas, en grupos aparte, realidades fenoménicas intransferibles y como autárquicas. La “generación del treinta”, en contra de la siempre valiosa opinión de mi compañero generacional Manuel Scorza, no existe como ente espiritual autónomo. Cumple, a mi modesto juicio, un digno y honrosísimo papel de puente, [ilegible]gamen o trait d’ unión (lazo de unión) entre la del Centenario o, más propiamente, la generación de la postguerra de la Guerra del 14 (1914-1918) y la “generación del cincuenta” o, más propiamente, la generación de la postguerra de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). La restante gran generación del presente siglo fue la del Novecientos[:] Chocano, Riva Agüero, los hermanos García Calderón entre sus prohombres. El grupo formado por Eguren, Ureta, Yerovi, Valdelomar, Gálvez, V.A. Belaúnde y tantos más que olvido en tributo a la tiranía del espacio y la paciencia de los lectores fue a la del Centenario –Mariátegui, L.A. Sánchez, Alejandro peralta, A. Hidalgo, Juan Parra del Riego, Basadre, Vallejo, Julio C. Tello, haya de la Torre, Luis E. Valcárcel, etc.– lo que la con empaque llaman algunos la “generación del treinta” es a la “generación del cincuenta”, razón y motivo esta última generación de la presente nota. Que no se vea en mi juicio desdén y sí más bien afán didascálico, egregio anhelo de orden, honrada búsqueda de puntos de referencia en una materia no suficientemente estudiada, deslindada diré mejor y, por ahora, sin hitos perentorios y fijos. Yo no soy ajeno al peligro latente a lo tal vez precario y provisional de mi concepción global, a lo arbitrario de mi esquema quizá involuntariamente subjetivo e injusto. Pero, sin una meditada estrategia ¿cómo desbrozar el intrincado camino, calar nuestro ser nacional profundo, nuestra contradictoria e inaprensible idiosincrasia y nuestra compleja identidad? Y conste que, principalmente, me vuelco sobre mis colegas literatos.
Anotaciones personales
En la acertada caracterización de Manuel Scorza sobre la “generación del cincuenta”, que entre nosotros coincide cronológicamente con la generación existencialista de París, quizá por indeliberado cosmopolitismo olvida el gran poeta de esa obra maestra que nunca dejó de ser para mí “Crepúsculo para Ana”, que no solamente el rock fue la música de nuestra gallarda y en su mayoría perseguida y exiliada generación. El tirano de turno, si bien no con las muestras de ferocidad de un Stroessner, Pinochet o Videla, era, como muchos recordarán, el “general de la alegría”, Manuel Apolinario Odría, uno de los más patéticos casos de servilismo al imperialismo extranjero, especialmente el norteamericano. Tomo el hilo: hubo además del rock, o paralelamente al mismo, el mambo de “Cara’e Foca” (Dámaso Pérez Prado), elogiado por Stravinsky, y el cha cha cha de Enrique Jorrín. El bolero por aquellos años estaba en franca retirada. Y no fue solamente la sonrisa de Marilyn la que encantó nuestros a menudo afligidos ojos de refugiados políticos; Rosita Quintana, Ana Bertha Lepe, Silvia Pinal y Ana Luis[a] Peluffo, en todo el esplendor de su hermosura, y a quienes Manuel y yo tuvimos la dicha de conocer personalmente, y quizás Manuel más íntimamente por su larga estada en México, también nos enviaban sus sensuales e inolvidables sonrisas desde el lienzo de plata. ¿Y los esguinces y ondulaciones de las tres irrepetibles “bataclanas” –así las llamábamos– Betty di Roma, Mara y Anakaona (Alejandrina Población [¿?])? Ellas alegraron de vez en cuando nuestras iniciales y juveniles noches de bohemia. ¡Cuántas veces nos acompañó el tempranamente fallecido Fernando Quízpes Asín!, y para quien Manuel escribió su gran poema Réquiem para un gentilhombre (Lima, 1962). Fue también la gran época de la pléyade “camp” de rumberas cubanas, puertorriqueñas y mexicanas: María Antonieta Pons, Meche Barba, Amalia Aguilar, Mary Esquivel, Ninón Sevilla, Rosa Carmina, Kitty de Hoyos, Tongolele y tantas otras más que fueron engullidas por las fauces voraces e insaciables del olvido. Vaya para ellas mi palabra de evocación y homenaje. ¡Qué fácil cercenar tajadas de realidad! Ni Manuel ni yo ni ninguno de mi querida generación –ahora en su cenital instante de lucidez, desengaño y terca esperanza– podríamos asumir conductas protocolarias, ceremoniales, académicas. No olvidamos que el deslumbrante Federico Hegel, el autor de la ardua y escasamente leída Fenomenología del espíritu, le hizo, contra todos los pronósticos y a espaldas de su legítima esposa, un crío a su joven y apetecible doméstica. Y si Hegel fue tan humano, demasiado humano ¿por qué los del 50 habríamos de adoptar una falsa, pacata y despreciable actitud victoriana? Fuimos y somos hombres de carne y hueso, con todos nuestros defectos y contadas virtudes. Somos más peruanos que el ajiaco (o en el caso del gran Julio Ramón Ribeyro, que el ají de gallina). Yo creo que esto lo deben de saber los que nos están sucediendo en la construcción del gran sueño nacional: pan para todos, rosas para todos, como quería el admirable poeta comunista Paul Eluard. Como Apollinaire en su maravilloso poema La jolie rousse (“La linda pelirroja”) tendríamos que gritarles a nuestros hermanos: “No somos vuestros enemigos”. A los del 70 les queda por delante colmar los veinte años que faltan para culminar el siglo. Con los del 60—Toño Cisneros, Marco Martos, César Calvo, Mario Razzeto, Livio Gómez, Reynaldo Naranjo, José Pardo del Arco (Juan Cristóbal), Javier Heraud, Arturo Corcuera, Alfredo Bryce, J. A. Bravo, Hildebrando Pérez Grande, etcétera, siempre hemos guardado una armoniosa relación y pese a lo que ha afirmado recientemente el novelista Carlos Camino Fajardo sobre que los del 60 rompieron verdaderamente con la tradición, yo creo –sin que haya pizca de vilipendio o desestima en mi apreciación– que la crítica futura, ¡basta proyectarse cincuenta años o recordar que entre San Agustín y Santo Tomás media casi un milenio!, los adscribirán irremediablemente a la “generación del cincuenta”. No hay en ello honra o demérito. Sólo prima en mi para nada catastrófico barrunto el sentido común y la experiencia.
La “Generación del Cincuenta” en sí
¿Cuál es la condición sine qua non para pertenecer a la “generación del cincuenta”? No es la edad, si bien todos nacieron después de 1920. Yo sé de tres, además de mí, que vieron la luz en 1928: Manuel Scorza, Leopoldo Chariarse y Juan Gonzalo Rose. No es tampoco el año de publicación del primer libro. Yo, por ejemplo, y no creo ser el único, publiqué mi primera “plaquette”(Arte Menor) en 1960. Eielson, uno de los mayores, en sentido moral, si no el máximo de nuestros poetas (de la “generación del cincuenta”) publicó Reinos en 1944. Fluctuamos, para decirlo de una buena vez, entre los 50 y los 60 años. Hablar de una “generación del cuarenta” es, actualmente, franca y abiertamente extemporáneo. Mario Florián, Julio Garrido Malaver y Gustavo Valcárcel nos pertenecen lo mismo que Sebastián Salazar Bondy y Blanca Varela –una de las tres grandes poetisas del Perú, juntamente con la enigmática Amarilis y la grandiosa y combativa Magda Portal. En cuento y novela hemos alumbrado los nombres de Julio Ramón Ribeyro, Carlos Zavaleta, Carlos Thorne, Oswaldo Reynoso, Paco Carrillo, José Adolph, Manuel Mejía Valera y Luis Loayza. En crítica los de Alberto Escobar, José Miguel Oviedo, Abelardo Oquendo y Mauricio Arriola grande. En sociología y antropología los de Julio Cotler y Aníbal Quijano. En filosofía los de Augusto Salazar Bondy y Víctor Li Carrillo. En historia los de Pablo Macera, Federico Kauffman y Carlos Araníbar. En periodismo los de Arturo Salazar Larraín, Lucho Loli, Hugo Bravo, Juan Zegarra Russo, Alfredo Abarca, Gilberto Escudero, Oscar díaz, pedrito Alvarez del Villar, Raúl Villarán, Guillermo Thorndike, Alfonso Rospigliosi y Guido Monteverde. En economía los de Virgilio Roel, Justo Franco y Carlos Malpica. En derecho los de José Luis Calvo y Wáshington Durán. En poesía la lista es interminable. Conociendo la sensibilidad hiperestésica de los vates, prefiero no mencionarlos para no correr el peligro de omitir involuntariamente a alguno valioso. El Perú es, por excelencia, un país de poetas. Ultimamente el joven e inquieto poeta argentino Manuel Ruano, que acaba de editar una excelente antología: Poesía nueva latinoamericana (Lima, 1981) corroboraba mi opinión, que es, además, la de toda la crítica mundial. Hace 18 años, en el prólogo de Manuel Scorza, mencionado al comienzo, escribía el rápido e imperial Manuel (2): “la poesía es el más hermoso fruto de nuestra literatura”. ¡Qué ojo zahorí! ¿Se ha conocido mayor generosidad? ¡Y, sin embargo, a este hombre del 50 muchos lo niegan, lo opacan, lo ignoran maliciosamente o, sin ningún miramiento mañosamente lo eclipsan sin asistirles ninguna razón valedera! Yo creo que el elemento catalítico de mi a veces innoblemente vapuleada generación es y será la Esperanza (con mayúscula). Estamos satisfechos de no haber dilapidado la herencia de nuestros antecesores culturales. Y lo más importante: ¡es mediodía! ¿Cuánto haremos aún? Que los que nos sigan no vayan a decir nunca que nos mostramos soberbios o mezquinos. Tal como México es tierra de pintores; Brasil, de músicos; Chile, de novelistas e historiadores; Argentina de ensayistas; Colombia, de retóricos; al Perú le cupo en suerte ser tierra de poetas. En Lima y provincias se escribe la mejor poesía actual en lengua española. Los nombres de los autores están en la mente de todos. Tal es la segunda razón por la que no los enumero. ¿O debo iniciar, al dar término a mi artículo, la grave y caudalosa letanía de autores y obras poéticas de la imperecedera “generación del cincuenta”? Yo sé que los lectores de El Caballo Rojo me lo agradecen con un guiño. ¿Por qué no conversamos mejor del cine y sus estrellas legendarias? Eso también es poesía. Y fue también algo que nos engolosinó a los del 50. Que me desmientan Pablo Guevara y Wáshington Delgado. Estoy melancólico, amigos.
Notas
1. “Mira, con la cantidad de enemigos que yo tengo en el perú, podría llenar varias veces el Estadio Nacional, ¿por qué tengo tantos enemigos’, porque yo he llegado a ser yo” (Monos y Monadas N° 199, p. 11) acaba de declarar Manuel a Nico Yerovi. Le recuerdo a mi amigo de juventud que no solamente tiene enemigos. Incluso, con la gran amistad que nos une, me he permitido llamarle “traidor”, porque Manuel es para mí más poeta que novelista. Junta al estentóreo desplante de Hidalgo la valentía auténtica de Chocano, la vital sonrisa de Parra del Riego y el humanísimo temor y angustia metafísica de César Vallejo y Leonidas Yerovi. Ojalá Manuel lea estas líneas, que, como él sabe, no intentan ser un lenitivo a su soledad y viril desengaño sino solamente un puño cerrado de saludo lejano y sincerísimo.
2.  Digo “imperial” porque Manuel desconcertó en París a los gabachos con la mayor perogrullada del mundo: “Más vale rico y sano que pobre y enfermo”. Cuando le retrucaron que tal verdad era obvia, muy suelto de huesos afirmó que tal era el dicho más usado por su pueblo. Los franceses, cartesianos, crédulos y altamente sorprendidos concluyeron por considerar la máxima de marras como una muestra de… ¡sabiduría imperial! Eso me lo contó el propio Manuel. Y le creo. ¡Se ve cada cosa en este mundo!
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De El Caballo Rojo, suplemento dominical del Diario de Marka [1981], pp. 8-9. Pido disculpas por no consignar el número ni la fecha exacta de la publicación, debido a que dichos datos no figuran en el recorte de donde se ha transcrito el artículo.


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