Sobre un joven poeta
y narrador de nombre Cronwell Jara Jiménez y los años setenta sanmarquinos*
En
primer lugar, agradezco al poeta Sandro Chiri por
permitirme participar en este acto de reconocimiento a la obra de mi estimado
amigo y condiscípulo sanmarquino Cronwell Jara. A propósito, hago memoria que
conocí a Sandro allá por el año 1987, si mal no recuerdo, en el ascensor de un
edificio de la avenida Abancay, donde en el sétimo piso funcionaba la redacción
del diario Actualidad, medio en el
cual el que esto escribe fungía de corrector y Sandro dirigía La Palabra, el suplemento dominical de dicho diario, y quien nos presentó fue nada
más y nada menos que nuestro común amigo Cronwell.
En
esta semblanza me ocuparé de mi experiencia sanmarquina que abarca sobre todo desde
el año 1973 hasta 1976, periodo durante el cual tuve la suerte de compartir
vivencias académicas y literarias, y de confraternizar más allá de los ámbitos
universitarios con Jorge Cronwell Jara Jiménez.
A
pesar de que ambos habíamos estudiado el Ciclo Básico en “Oxford”, conocí a
Cronwell recién cuando pasamos a la Ciudad Universitaria, en 1973, en el
entonces denominado Programa de Literaturas Hispánicas. Nota aclaratoria: le
decíamos “Oxford” al local donde los cachimbos realizábamos los Estudios
Generales, que quedaba en la cuadra 19 de la avenida Venezuela, y que
anteriormente había sido la fábrica de los zapatos marca Oxford.
Surgida
nuestra amistad en las aulas literarias, presenté a Cronwell a un grupo de
amigos que conocí en el Ciclo Básico, entre quienes estaban Lupe García, Julio
Durand y Alfredo Madrid.
Lupe
estudiaba psicología; le decíamos ‘La Maga’, en alusión al personaje de Rayuela, una de nuestras lecturas
favoritas de entonces; era asidua lectora de los existencialistas, sobre todo
de Herman Hesse. Ella nos consideraba unos casos clínicos y nos sometía al test
de Rorschach y a otros análisis psicométricos que le revelaban nuestras más
recónditas obsesiones. Desde entonces cultiva la amistad del autor de Faite.
Julio
Durand, quien en su adolescencia había frecuentado a las musas pero se había
desengañado de ellas, era un fervoroso lector de Marcel Proust; no obstante, se
había inclinado por la sociología y discutía sobre filosofía marxista con los
profesores. Él fue el primer editor de Hueso
duro, una de las obras narrativas primigenias de Cronwell, en Ediciones
Diálogo, en 1980.
Alfredo
Madrid estudiaba Medicina, con miras a convertirse en colega de Freud, sin
embargo paraba más en el Patio de Letras que en San Fernando. Generoso como el
que más, era el que en las cantinas siempre ponía las cervezas, además de
regalarnos libros (me obsequió el Ulyses,
de Joyce). Leía más literatura que los propios escritores noveles de entonces,
y a veces se le escuchaba recitar de memoria, con su potente voz, algún
capítulo de El Quijote. Con Alfredo
realizábamos largas caminatas nocturnas por el centro de Lima; compartíamos la
búsqueda de la belleza y ciertos ideales sociopolíticos, pero a él y a mí nos distanciaban
nuestras inquietudes amorosas por una muchacha sanmarquina. Fue un amigo
entrañable de Cronwel. Murió en 1977, a los 23 años.
Con
ellos y con nuevos amigos nos reuníamos en los jardines o en el bosque de la Facultad
de Letras para conversar o leer nuestros poemas o relatos. Cronwell, al mismo
tiempo que abría su cuaderno de hojas cuadriculadas escritas con letra menuda
desde la primera línea hasta la última, y sin dejar márgenes, nos contaba que
tenía bastantes relatos escritos, y nos leía algunos de sus textos. Por esa
época escribía bajo el seudónimo de Abebe Bikila (los jóvenes que tengan
curiosidad por saber de quién se trata pueden encontrar su biografía en
internet).
Por
los años 1973-1975 coincidimos en el área de Literatura de San Marcos un grupo
de piuranos, entre quienes estaban Marco Martos y Armando Rojas en la plana
docente; Eduardo Urdanivia y Róger Zapata Kuyén eran los alumnos más antiguos;
Cronwel Jara, Rosa Carbonel, Mito Tumi y este escribidor conformábamos la
siguiente generación; con la llegada de Roger Santiváñez se completaría el
contingente norteño.
Asimismo,
compartíamos aula, y no pocas veces carpeta, con Ana María Mur, Guido Podestá, Santiago
López Maguiña, Miguel Ángel Rodríguez Rea, Ana María Gazzolo, José Morales
Saravia, Carlos Orellana, Gianfranco Brero, Marisol Bello, Juan Luis Dammert, Orlando
Germán, entre otros. También concurrían estudiantes de allende el océano
Atlántico, como los yugoslavos Valeria y Goran Tocilovac, y la búlgara Raina Voteba
(no estoy seguro si está bien escrito el apellido); y tras el golpe de los
milicos, en Chile, Huidobro y Neruda nos enviarían a Coral Pey.
Además
de los amigos y condiscípulos mencionados, el futuro autor de Patíbulo para un caballo alternaba con
un grupo de ‘patas’ que eran amantes de la filosofía, de la poesía oriental y de
otros menesteres culturales; entre ellos se encontraban Víctor Hugo Velásquez, Juvenal Ramos, Mario Choy, Walter Vargas Machuca y algunas musas.
Desde
mi experiencia académica sanmarquina de esos años merecen especial mención los
profesores Pablo Guevara, quien dirigía el Taller de Poesía del Ciclo Básico,
donde escuché hablar por primera vez de Apollinaire, Bretón, Brecht, Allen
Ginsberg, por mencionar a los que más me impresionaron; Wáshington Delgado, sus
clases de literatura española eran sumamente entretenidas, pues matizaba sus
exposiciones con ‘sabrosas‘ —palabra recurrente en él— anécdotas de los
escritores sobre los que estaba tratando, mientras con fruición daba ávidas pitadas
a sus cigarrillos y exhalaba haciendo volutas de humo, pues en aquella época se
podía fumar en el lugar que a uno le apeteciera; Javier Sologuren (además de
muy buen profesor, era siempre cordial y asequible con los alumnos); Paco
Carrillo, que también dirigía la mítica revista de poesía Haravi, en la que los liróforos en ciernes aspirábamos publicar;
Francisco Bendezú, que para bien de los estudiantes no pocas veces transgredía los
cánones de la docencia y de quien Cronwell contaba divertidas ocurrencias, como
aquella en la que después de clase los invitó a él y a otros cuatro o cinco
alumnos a almorzar al entonces exclusivo restaurante del hotel Bolívar, donde intercambiaron
saludos con Luis Alberto Sánchez. De igual modo, recuerdo de manera especial a
Marco Martos e Hildebrando Pérez, ellos dirigían el Taller de Poesía, que se
realizaba en el Repertorio Bibliográfico de la Facultad de Letras, al que
asistíamos puntualmente los días viernes, de 5 a 7 p. m.
Por
esos años también, como haciendo tiempo antes de que empiecen las clases o el
Taller de Poesía, los jóvenes bardos nos reuníamos en las bancas del Patio de
Letras, a “fatigar la infamia” (frase de Borges que Mito siempre cita) y hablar
de los amores posibles, pero más de los imposibles; de vez en cuando caía por
ahí Chacho Martínez, acompañado del aeda Juan Ojeda.
A
propósito de este navegante, recuerdo una anécdota en la que fui copartícipe con
Ojeda y Cronwel. Una tarde, casi noche, pasábamos el hoy galardonado y yo
frente al Palermo, y decidimos sentarnos a tomar un café, y de pronto se acerca
tambaleando a nuestra mesa un señor vestido con terno que no era otro que el
autor de El arte de navegar; al pasar
al costado de una mesa vecina donde había un grupo de amigos que tenían varias
botellas de cerveza sin consumir, Juan, sin decir nada, agarró dos botellas y
las trajo a la nuestra. La reacción de los afectados no se hizo esperar y furibundos
vinieron a increparle al poeta chimbotano tamaña osadía, pero el verbo de
Cronwell los calmó, recuperaron sus botellas y se retiraron, y la sangre no
llegó al río.
En
cuanto a la obra literaria cronweliana de la época que estoy rememorando, diré,
brevemente, que si bien ahora es más conocido por su vena narrativa, sin
embargo en la década de los setenta publicó sobre todo poesía, en las diversas
revistas que los estudiantes sanmarquinos editábamos artesanalmente, las que se
tipeaban en esténcil y se imprimían en mimeógrafo, como Textos,
Ave Destino, Escritura, Disturbios,
entre otras. Ahí publicó, por ejemplo, sus poemas “Nuestras musas orinan”
(1975), “Sobre un juglar y sus días cotidianos” (1975), “Seis tankas de otoño”
(1976); en los años posteriores diversas publicaciones literarias de mayor
nombradía continuaron dando a conocer el estro poético jareano.
Finalmente,
solo me queda decir que más o menos a fines de 1976 nuestros senderos se
bifurcaron pero nuestra amistad ha permanecido siempre constante. Por mi parte
empecé a frecuentar más asiduamente el Wony y la plaza San Francisco, y Cronwell
continuó sus estudios hasta graduarse y se dedicó a escribir los cuentos y
novelas que lo han hecho merecedor de diversos reconocimientos, como el que
ahora le otorga la Casa de la Literatura.
Lima,
abril del 2019
-------------------------------------------------------
* Leído en la Casa de la Literatura, el 25 de abril del 2019.